Álvaro Darío Lara
A los magos Francis Fanci y Manuel Barrera Ibarra
Bardo de la Torre hablaba una vez más. Compulsivamente. Nunca podrá dejar de hablar, ni siquiera en el Paraíso o el Infierno, ni siquiera en una mazmorra o en el manicomio tantas veces deseado o soñado. De repente, como un milagro en los tiempos postreros, se callaba. Miraba con esos sus ojos medio dormidos, como de pez gordo y viejo que un pescador atrapara y luego tirara al mar de nuevo, y se volvía otra vez inexpresivo. Todo él de piedra. Piedra caliente, grande, pesada y dura de San Alejo, allá en el departamento de La Unión. Piedra de moler, antiquísima.
La sala de profesores estaba desnuda, apenas una mesa de los años de la segunda guerra mundial, los carcomidos casilleros, el vetusto y oxidado ventilador, la cafetera para mil tazas, y un enorme ventanal desde donde se contemplaban –delgadas y marciales- las torres del metálico Hospital Rosales, después el despanzurrado Cerro de San Jacinto y por último, el imponente volcán Chichontepec.
Caminaba pausado, con un hombro caído, que lo hacía ver ligeramente inclinado hacia la derecha. Se sabía los casos de factorización de memoria, las fórmulas matemáticas a la perfección. Todos los años repetía y repetía, con puntos y comas, los intrincados problemas y se lucía en los pizarrones resolviéndolos impecablemente. Sólo que eran los mismos, idénticos, fe de eso daban todas las promociones colegiales salidas del famoso Liceo de San Buenaventura desde que el mundo era mundo, desde que aún no existían los peces, sólo Bardo de La Torre, recibiendo el sol en las playas de la Mar del Sur.
Ahora conversaba sobre ese mar del cual provenía. Iban y venían las olas levantando las frágiles embarcaciones. Más de veinticuatro horas y mar a ambos costados, mar al frente, mar atrás. Se tiraban las redes. Las tortugas negras, verdosas, que salían muertas. Las venenosas rayas a partir de las seis de la tarde. Decía, contrayendo las todavía negras cejas, y apuñando los ojos diminutos, que dos eran los métodos infalibles para la cura de su picada: un clavo calentado al rojo vivo que debía ser introducido en el orificio donde el animal hubiera clavado la terminación de su cola, o unas cucharadas generosas de agua hirviendo procedentes de una cacerola donde se frieran, segundos antes, unos dulces plátanos. Tal parece que el protagonista de la historia había preferido la segunda alternativa.
Ahora se yergue lentamente. Va en dirección del casillero, saca su extranjero café soluble, lo presume. Se lo prepara. Ríe mientras sigue hablando del mar. La cabeza de ese pez era grandísima, desproporcionada en relación a su cuerpo. Si su apariencia era horrible, horrorosa, no lo eran sus colores tornasolados, como los colores que se producen al derramar aceite en el agua.
Navegaban los colores, moría el pez, aleteaba –nervioso- sobre la cubierta, abriendo y cerrando sus branquias, queriendo vivir hasta el último momento. Pero todo era en vano, luego se quedaba definitivamente quieto. Colores del furioso atardecer derramándose sobre la embarcación, envolviéndola. Sol imposible de la juventud.
Hay un pez, el pez sapo. Ese pez mordía los cables. Cables de tres pulgadas –aseguraba redondeando el índice, doblando el pulgar. Si no lo cortaba, lo regresaba derechito, derechito.
En verdad Bardo de la Torre era un pez. Un pez sapo de una memoria prodigiosa. De la “a” a la “z” todas las posiciones de los equipos de béisbol, los resultados de las grandes ligas del último medio siglo.
Y aparecían los luchadores de los cincuentas, sesentas, setentas. Luchadores que habían sido choferes de autobuses, zapateros, mecánicos, panaderos, muchachos de la alegre barriada, y algún torturador de la criminal y extinta Policía Nacional. Se abría la contienda, máscara contra cabellera, por el cinturón de los pesos completos, en esta esquina…
Las peleas por dueto, y salían al cuadrilátero entre la aclamación y aplausos de unos y los gritos y silbidos de los más: Guillermón, la Bestia, la Sombra, la Gran Maravilla, cuya madre vendía pupusas y café en el Zanjón Zurita, razón por la cual, al contrario de su autodenominado apelativo, el respetable lo conocía como la Pupusa Voladora; el Diablo Rojo, el Águila Migueleña, el Bucanero, el Sordomudo Cruz, el Gran Chema alias La Montaña Tecleña, Ringo, El Olímpico, el mexicano The Tempest, el Apache, y como árbitro Tío Tigre Cardoza. Comenzaron entrenándose en el antiguo y destartalado gimnasio, luego en el Cine Popular y después –ya en la época de oro- en la Arena Metropolitana, así empezó todo.
También los poetas reunidos en cafés, bares y cervecerías. La plana mayor del Partido Comunista emerge y desaparece como una fotografía en sepia, que el tiempo borra y olvida. Y se escuchan las carcajadas sonoras, los danzones y boleros que se escapan de El paraíso de Adán y Eva, el Lutecia, el Chico, El Bar Nacional, el Alcázar, el Kicsi Place, el Chalos de Chalo Olano. Una vez en México yo conocí a una señora, joven en ese tiempo, que inauguró con su marido el Chalos. Eran músicos y formaron parte de la variedad de apertura; los bistecs del Migueleño, los tamalitos del Cafecito España, el Café Doreña, los Panes Gutiérrez.
El poeta Roberto Armijo, de cabello ensortijado, algo encorvado, con dos o tres sacos perpetuos, y esa su tos que lo persiguió toda la vida. Noble Roberto, muy noble y erudito.
Sí, ahora lo recuerdo bien…el poeta Orlando Fresedo –la voz más dulce de la generación comprometida como decía Álvaro Menéndez Leal- cuando pasaba frente al Colegio García Flamenco, gritando al director, a través de la ventana: “Rubén H. Dimas, pirata de la educación”. Oiga, Bardo, decía don Rubén, lo que hace el alcohol con una mente privilegiada.
Mientras afuera, en las amargas calles de bares y hoteluchos de San Salvador, donde siempre anduvo y donde murió Aníbal Bolaños, todo bajito, descalzo y con el infaltable mechón sobre la frente, su otro yo, el poeta Orlando Fresedo seguía vomitando estrellas, parlamentos, sonetos en las frescas mañanas de octubre o en las frías madrugadas de diciembre.
De nuevo el mar, y el feo pez bagre con sus espinas. Un espinazo y rápido va la ponzoña. A la media hora está ya el sujeto con una calentura del diablo y si no se atiende, se muere.
Así el mar. Los cuarenta niños que se tragó embravecido una vez. Niños que no eran de La Unión. Niños que habían llegado a recibir su primera comunión. Todos con sus trajecitos blancos, con sus velitas, con su misal y rosario entre las manos de inocentes palomas. Las niñas inditas con sus vestiditos. Todos llevados y arrastrados luego, en un instante, por las funestas olas del mar. Luego tendidos en lúgubre procesión. Y Bardo, siendo niño, los veía y veía, como dormidos, húmedos, friolentos, morados ya de inamovible muerte. Y recuerda sus cuerpos hinchados colocados uno tras otro, como escenas de una larga película que nunca podrá olvidar.
Ahora bebe caña con un ingeniero. Han detenido el vehículo, están a orilla del camino, y a lo lejos el volcán de Izalco celebra sus monstruos interiores. Brama. Otro gran espectáculo. Aguardiente interminable. Carretera polvorienta. Había una noche sola, muy sola. Otra vez el mar. El ringside sensacional. La cerveza del fin de semana. Y el radio vociferando: Gol de KL; antes que nada, una pilsener helada; mejor mejora mejoral; y para ese cabello glostora; refrésquese y tonifíquese con agua florida de Murray & Lanman; y cuál es la pila, la pila es Rayovac.
Las partidas de fútbol el sábado por la tarde, en el estadio Flor Blanca, comiendo panes con cusuco en compañía de Pichón y Roberto, y tantos y tantos, ya muertos muchos.
Resuena el mar en la bocana del Golfo de Fonseca. Todavía no se alcanza playa.
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