Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
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Desde Comala siempre…
Al fin regresaste y puedo llevarte a recorrer senderos inéditos. Aquellas veredas que caminaste de niño. Sólo tu ingenuidad de extraviado busca aún el rastro pasado, abolido a la sombra de los cafetales. El perfil del ramaje siempre entibia el atajo. Templa los senderos que se hunden. De los bellos celajes se sumergen hacia el estanque oculto de la hondonada. Ahí se halla el refugio en la quebrada. Las hojas secas, el moho. La humedad, sin vapor ni vértigo, habita serena la faz del fango. Tu cuerpo soterrado. Los espejos semejan la arena que rehúsa guardar la imagen de lo ausente. Tampoco el polvo conserva la huella de quienes transcurren su relieve. Sólo la palabra almacena la memoria del porvenir y la utopía de lo caduco. Por eso ahora que al fin te asomas de nuevo, irreconocible en atuendo impropio. Ya no valen los grabados colgados al muro. Los retratos de paisajes caducos. Naturaleza muerta sin más triunfo ni derrota que su simple fijeza. Inmóvil te resguarda al entrar sin noticia. Tampoco te protege invitación alguna que testifique la bienvenida. Las isoras no anuncian la flor de tu llegada. Ni los helechos, esporas. Sólo la ceniza en las hojas de huerta espolvoreada augura la sorda recepción. Sin aves al vuelo, el epazote y la hierba del susto agrietan tus pasos por las veredas que hunden los semilleros. Escarban las raíces de los árboles en busca de arraigo. Como si el ramaje extendiese su fronda hacia la bóveda subterránea. “El túnel de la vida”, lo llaman las parteras. Las hojas secas no clausuran el sendero, sino lo alimentan de estiércol. El abono inaugura la enramada al levante. Hasta llegar ahí donde el amate se bifurca al ras del suelo, recortado años ha. En bouquet reposa al florero pardo que lo humedece. De su misma cepa atada se alzan hadas, duendes, cipitíos y desaparecidos. Igual violencia de poda sacude en ciclos repetidos. En revolución vegetal de las ramas marchitas y matorrales dañinos. Sus hendiduras abiertas las inunda el rocío hasta obligarlos a perecer. Devotos de la muerte. Mayores que vos. Vacíos al interior, ya no hay cicatriz que les alivie la herida serena, por la cual la lluvia les infiltra el bulbo. Y los insectos les carcomen el sauco. Es revolución animal que se extingue. De su antigua silueta que traspasa las colinas sólo queda el nombre y la incógnita. Un sonido vacuo sin sentido de presencia viva. Como en breve sucederá contigo. Terruño donde ya no “cruza el venado”. No se enreda en las raíces abultadas. Revolución humana cuya horca guinda en cogollo y al caer vuelve a su raíz. Al origen mineral de lo viviente. Tal es el triple ciclo vital de las estaciones. El que rasguea tu sino al instante. En este momento en el que te abates fulminado por el rayo de esa piedra que se desprende de mi honda al azar. A casi nadie le importás. Nadie te recuerda, así que nadie me atribuirá el crimen. Nadie velará tu muerte. De todas maneras, enfermo y delicado, sólo regresás a morir sin aviso previo. Al apagar tu soplo en la poza donde de niño te enjugó La Sihuanaba. No esperés consuelo ni añoranza. Mucho menos justicia. Si de los homicidios solemnes no existe condena, jamás la habrá de tu figura invisible. Flotando opaco como alga y lama en la ciénaga. El coro del único réquiem esculpe tu sepultura.