Álvaro Darío Lara
Escritor y docente
Difícilmente puede nombrarse de otra manera, la barbarie cometida por el Estado salvadoreño en contra de cientos de estudiantes universitarios y de secundaria, que ese 30 de julio de 1975, fueron reprimidos de la manera más brutal por los ex cuerpos de seguridad de la época y por el ejército.
Todos conocemos la historia, que se inició como una marcha de protesta en solidaridad por la intervención de elementos policiales en el Centro Universitario de Occidente el 25 y 29 de julio de ese año.
Hay que recordar que, para 1975, el movimiento universitario se había radicalizado, y que sus vínculos con la lucha armada eran claros; sin embargo, la marcha estaba inscrita, aún, en las acciones públicas exentan de carácter violento.
La 25 avenida norte de San Salvador, el paso a desnivel, las cercanías del Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS) fueron los escenarios más trágicos de la masacre, cuando el aparato militar del Estado tendió un cerco fatídico, acorralando a los manifestantes, para rociarlos de gas lacrimógeno y dispararles con toda la furia de aquellos terribles fusiles G-3. Fue un cuadro dantesco cuando las tanquetas hicieron su aparición. El resultado: un número de personas asesinadas y desaparecidas, que hasta la fecha no ha sido determinado con exactitud; muchos heridos y capturados, y una honda herida, que a 44 años de distancia no puede sanar, mientras no impere la verdad y la justicia.
Las consecuencias de estos hechos, se tradujeron en un mayor endurecimiento hacia el movimiento popular, y por supuesto en el aumento de la lucha de calle, y del accionar de los grupos clandestinos. El siguiente fraude electoral hacia la oposición democrática (UNO) en los comicios de 1977, y los sucesos represivos del 28 de febrero de ese año en el Parque Libertad de San Salvador, fueron determinantes, al igual que 1975, para dirigirnos, inexorablemente, a la guerra civil.
De esa historia, lamentablemente, venimos. De un país que respondió a sangre y fuego, los reclamos sociales. Desmontar esta cultura no es fácil, pero es un proceso que debemos iniciar con urgencia. Por supuesto, que los escenarios actuales son otros, y que no hay nada más ridículo que hacer comparaciones entre la insurgencia del ayer, y los grupos delictivos del hoy. Sin embargo, lo que sí es cierto, es que a la base de la conflictividad actual, hay una insatisfacción mayúscula en el plano social, económico, cultural, que el crimen organizado supo dirigir y estimular, creando una estructura criminal sin precedentes.
¿Qué hacer ante esto? Definitivamente, la acción represiva es necesaria y urgente, ante realidades que no permiten otra alternativa. Pero, en ese camino, la inteligencia del Estado, y el profesionalismo de la policía y del ejército, es clave, para evitar imperdonables errores. La historia del país no puede cargar con más abusos.
Que este nuevo aniversario del 30 de julio, instale en todos y todas, la necesaria reflexión y cordura, en el país que deseamos construir.