Álvaro Darío Lara
A mi madre querida
El recuerdo más vívido que tengo de aquel 15 de octubre de 1979 está asociado a la radio, ya que, por aquel tiempo, era la radio el primero de los medios que informaba. Seguramente fue la “poderosa” YSKL o la YSU, quienes nos transmitieron la noticia aquel fin de tarde o inicio de noche, mediante sus graves y teatrales voces, con esos efectos musicales que acompañaban las lecturas periodísticas y que venían desde los años cuarenta.
Mi madre preparaba la cena. Olor a frijolitos fritos, a tomatada, a huevos revueltos, a platanitos y a leche caliente. Entre el comedor y la cocina del fondo estaba un amplio patio al que se accedía por unas persianas. Una ventanita art déco comunicaba a los comensales con la cocina, y ahí, en su soporte de base instalábamos una pequeña radiola portátil. Y fue en ese aparato azulado donde todos escuchamos la noticia; y cuando digo todos, digo mis padres, mi abuela materna, mis dos pekineses ladradores y yo, que éramos todos los de casa, ya que mi hermano mayor se había marchado en junio, por su reciente matrimonio.
La información era contundente: un nuevo golpe militar (nuevo, porque en el decir de mis padres, esa había sido la historia del país desde siempre) había depuesto el gobierno del general Romero, he instalado la que luego se conocería como la Primera Junta Revolucionaria de Gobierno, que duraría menos de tres meses.
Recuerdo que a mi pragmático progenitor no le extrañó en lo más mínimo lo que afirmaba la radio, ya que, en sus análisis de los últimos días, aquello era inminente, puesto que el general Romero había hecho todo lo posible por precipitar el desplome de su gobierno, gracias a su represivo régimen, particularmente desde la promulgación de su antijurídica “Ley de defensa y garantía del orden público”, que profundizaba “legalmente” un horrendo clima de violaciones a los derechos ciudadanos, permitiendo toda clase de arbitrariedades de los cuerpos de seguridad y de la Fuerza Armada de la época.
Por otra parte, la caída del general Somoza en Nicaragua y la llegada de los sandinistas al poder en julio de ese año, así como otros acontecimientos internacionales, detrás de los cuales, amén de los factores internos, estaba la administración Carter y su política de derechos humanos empeñada en limpiar del orbe a sus aliados demasiado incómodos, ofrecían el panorama regional y mundial óptimo, para decirle adiós a los espartanos presidentes en El Salvador.
Por supuesto, en el Cono Sur las dictaduras militares continuaban siendo potables a los intereses norteamericanos, y, por tanto, gozaban de buena salud.
El otro recuerdo me sitúa en la tienda de la calle próxima, la del señor Farfán, donde comprábamos frecuentemente, y donde mi padre, de cuando en cuando, se bebía las frías cervezas sabatinas en amena plática con el estimado tendero. Y a esa tienda me enviaron aquel 15 de octubre a comprar una caja de velas por si se interrumpía la energía eléctrica, como era habitual en esos convulsos tiempos de fraudes electorales y cuartelazos.
El señor Farfán, blanco, ventrudo y de pequeña estatura, también estaba pegado al radio receptor junto a su joven mujer e hijos, y fue él quien me comentó el nombre de los civiles y militares que tomaban el control del país, disolviendo los poderes del gobierno pecenista que perdía, de esta forma, a su cuarto y último presidente militar.
A pesar de haber transcurrido 43 años desde aquella fecha, aún recuerdo la voz suave pero golpeada del Coronel Majano leyendo la proclama de la Fuerza Armada. Por cierto, lo entrevistaría 30 años después, en 2009, para un especial sobre el golpe de Estado que hice en mi programa “Debate Cultural” en el otrora Canal 10 de Televisión Cultural.
Me entregaron las velas, conté el cambio y regresé a casa, no sin antes comprar un chocolate “Popeye” que comí después de cena.
Mi padre me regañó por la tardanza, argumenté la conversación con el señor Farfán. Cenamos. Mi madre, como siempre, hacía mil preguntas, evidenciando en sus ojos la temerosa incertidumbre por lo que vendría. Mi padre, sin despegar la atención de su plato, respondía telegráficamente. Como experimentado político y funcionario de gobierno dijo que había que esperar, que ojalá la Junta tuviera posibilidades, pero que se nos venían más días difíciles. Dicho lo último se fue a leer a la cama, y una hora más tarde roncaba plácidamente. Mi madre se acostó minutos después, y la luz de la habitación de mi abuela se apagó, al final de sus acostumbrados y fervorosos rezos al Sagrado Corazón de Jesús.
Efectivamente, como lo había dicho mi padre, se nos vinieron tiempos difíciles. El intento democrático sucumbió a menos de noventa días, para dar paso al infame pacto entre la democracia cristiana y el ejército que puso a Napoleón Duarte a la cabeza del gobierno contrarrevolucionario.
Ese octubre, el viento, que nada sabía de todo aquello, seguía soplando con fuerza, azotando los corredores del Externado de San José, y las calles y avenidas de ese San Salvador del ayer; levantando las faldas de las muchachas; enfriando, malvadamente, las coyunturas de los viejos artríticos, pero también elevando muy alto las fabulosas y coloridas piscuchas de los niños.
El siguiente año, 1980, las clases se demoraban en el colegio. Los jesuitas refugiaron, en las instalaciones del Externado, a las familias de la Unión de Pobladores de Tugurios (UPT), quienes habían sido salvajemente desalojadas por la Alcaldía de San Salvador, en razón de la ampliación del complejo comercial Metrocentro, quien construía una nueva etapa. Iniciamos con retraso las clases.
El 22 de enero de 1980 la Coordinadora Revolucionaria de Masas (CRM) efectuó su gigantesca marcha en las calles de la ciudad capital que terminó siendo ametrallada a inmediaciones del Palacio Nacional, hecho que constituyó el preámbulo de la guerra civil, junto al asesinato de Monseñor Romero el 24 de marzo de ese terrible año.
En noviembre del 80 se perpetró el secuestro, tortura y asesinato de los dirigentes del Frente Democrático Revolucionario (FDR), (por escuadrones de la muerte en confabulación con los cuerpos de seguridad). Todos fueron sacados de las Oficinas del Socorro Jurídico del Arzobispado de San Salvador, cuyas oficinas estaban ubicadas en el Externado de San José. Ese diciembre fue muy triste. Sin embargo, nada de eso imaginábamos esa tarde-noche de 1979.
Cuando en 1987, dirigentes del Movimiento Nacional Revolucionario (MNR), (partido político socialdemócrata de oposición, del cual era miembro desde 1983) me presentaron con el doctor Guillermo Manuel Ungo (1931-1991), ex candidato a Vice-Presidente de la República por la Unión Nacional Opositora (1972); ex Presidente de la Primera Junta Revolucionaria de Gobierno; Secretario General del MNR; Vice-Presidente de la Internacional Socialista y Presidente a la sazón del FDR, una amplia sonrisa se dibujó en su rostro cuando estrechamos las manos, al saber que era hijo del economista Gilberto Lara (1921-1982), un cuadro histórico del Partido Comunista Salvadoreño (PCS), y un compañero indiscutible de antiguas luchas. Por su parte, mi padre siempre me habló con aprecio de “Memo Ungo”, como lo llamaba, relatándome cómo en su famosa imprenta Ungo, se editaba uno de los tantos esfuerzos periodísticos que él animó, creo que era “El Economista”.
Por todo ello, por ser la vida del país, su historia, la política criolla, la cultura, el ambiente en que nací, crecí y me desarrollé desde niño, ese 15 de octubre de 1979, me trae, entre otras rememoraciones, esta estampa tan familiar. Sean estas palabras al viento de este otro octubre, un homenaje a todos los hombres y mujeres valientes, verdaderos demócratas, que creyeron y dieron su vida por la construcción de un país más libre y democrático; país por el que seguiremos luchando y soñando por siempre.
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