Carla Arias
Hace pocos días tuve la fortuna de compartir una mesa con dos septuagenarios salvadoreños con quienes me unen lazos de amistad y familiares. En ese encuentro casual, dos revolucionarios tuvieron la oportunidad de revivir sus historias estando a miles de kilómetros de El Salvador. De las palabras surgidas en la conversación se deduce que la revolución se quedó en sus corazones; de sus acciones actuales se concluye que para ellos la lucha continúa desde sus realidades y la búsqueda de un mundo mejor no ha muerto.
En su imaginario la solidaridad, la humildad y lo humano aún habitan en el espacio de sus ideas, la perversidad del sistema capitalista no ha permeado ni trasformado sus convicciones más profundas para buscar la justicia y la felicidad para todas las personas. Mientras intercambiaban anécdotas e historias, el tiempo se detuvo y tuve el privilegio de estar ahí y hacer un breve viaje por la historia de nuestro país desde cada una de sus miradas.
Gracias a ellos viajé en el tiempo. Estuve en 1950 cuando la Universidad de El Salvador era el principal reducto del pensamiento de la izquierda salvadoreña y uno de los núcleos más importantes de oposición a los gobiernos autoritarios y militaristas del país. Estuve en abril 1983 cerca de donde murió el legendario comandante Marcial; evoqué la sapiencia y bondad valiente de nuestro amigo Jorge Sol Pérez. Estuve en las reuniones de la negociación de los Acuerdos de Paz en El Salvador, en el intento de transformación agraria de los militares en los años 1970; en la campaña por la presidencia de Schafik.
Supe, con la ilusión de ser testigo presencial, de la entrega y lucha de muchos compañeros caídos para que la esperanza sobreviva; el espíritu y acción de lucha que se desplegaba en toda la izquierda salvadoreña en torno a las ofensivas revolucionarias de los 1980.
Entre tantas anécdotas referidas, tantos sacrificios practicados, tanta sangre derramada, tantas esperanzas inculcadas, pensé ¿y ahora qué?…
Para hacer historia hay que narrar la historia. Para cambiar el rumbo hay que recordar, enmendar y mejorar. Para todo eso, se me ocurre, hay ideas fundamentales:
1. Aprender del pasado pero no quedarse estancados en él, nosotros y las nuevas generaciones no podemos ser ajenos a nuestra historia, si no entendemos de dónde venimos no podremos movernos hacia ser sociedades desarrolladas. Tenemos que aprovechar que aún hay entre nosotros intelectuales comprometidos con un bagaje de vivencias revolucionarias. La historia se repite y si nosotros, los que venimos detrás, dejamos que la memoria se esfume, seguiremos siendo un país sin futuro, un país sufrido donde el hambre, la violencia y la injusticia seguirán presentes en El Salvador.
2. No hay que perder el rumbo, no hay que olvidar, hay que recordar, aprender, y escuchar a los que vienen de las generaciones anteriores, pero sobre todo no perder un principio fundamental, la lucha no debe ser por una elección, una presidencia o un cargo de poder. El objetivo del cambio debe ser, como lo fue siempre, superar la pobreza, darle oportunidades al que no tiene qué comer, cobijo a los niños que perdieron a sus padres y para eso los cambios deben ser estructurales, profundos y con determinación.
3. El cambio no se va hacer si solo luchamos por protagonismos individuales. El cambio y la diferencia la haremos cuando trabajemos en equipo, con determinación en nuestra convicción principal: mejorar la vida de las mayorías excluidas y olvidadas del sistema económico y político. No debemos buscar el ingreso a las élites o ser parte del uno por ciento más rico. Debemos buscar sociedades diferentes, humanas y menos consumistas y superficiales. Para esto se necesitan nuevos líderes que no pierdan de vista el horizonte de largo plazo: una verdadera transformación económica y social del país.