Rafael Lara-Martínez
New Mexico Tech, click
Desde Comala siempre…
Revista de Estudios Culturales Censurados. Aztlán, pills verano de 2015: 100-107.
…No basta recordar. Hay que saber olvidar si los recuerdos abundan…
Hace unos veinte años —cuando el concepto de memoria carecía de valor— F. T. rescató la huella que el actuar humano imprimía en el mundo. Por honda convicción creía que no existía vida terrestre —de la mineral a la humana— que no depusiera un testimonio de su paso por el mundo. Toda presencia no la resolvería un simple recuento de una tabla periódica en resonancia íntima y subjetiva. Ni la evocación certera ni la añoranza nostálgica bastaban a la hora del recuerdo. En cambio, la solventaba el indicio actual de una figura ahora ausente. La estancia de ese trazo señalaba una estría. A manera de surco, florecía en un hálito tan sutil como la fuga que habían provocado el exilio y la muerte.
Con un ímpetu trasnochado, F. T. recolectó un raudal de escritos sin archivo en el origen. Lo propio de su nación se componía a menudo en la lejanía. La distancia brotaba en enredadera. Como un bejuco a raíces ocultas, siempre se disimulaba en la exuberante pasión que abonaba un trópico fecundo. El tropo era prolijo en entusiasmo y en provocaciones contrapuestas. Se decidía en antípodas estacionales. Del agudo verde invernal, transcurría a la opaca aridez veraniega y marchita. Con frecuencia, en una continuidad carente de eslabón intermedio.
F. T. ignoraba la razón que inducía las antípodas a moverse sin un obvio paraje liminal. Así lo celebraban sus conversiones periódicas el 3 de mayo y el 2 de noviembre, en el ciclo revolucionario de las temporadas. En esas pascuas, se hallaban notas tan discordantes como el xupan y el tunalku marcaban zonas contrapuestas en pugna complementaria. Jamás se eliminaría al contrincante, so pena de inducir el fin de la historia, Apocalypsis now, en un universo sin controversia. Si el zenit y el nadir se ofrecieran en diálogo inconcluso, se negaría la aurora y el ocaso como conciliación de los extremos. El diálogo lo iniciaría la expulsión de la diferencia; el debate, la migración de toda alternativa que no fomentara una nueva hegemonía.
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Quien no se catalogaba como “poeta nacional” ni sus fans invocaban su ocaso criminal, yacía disperso en bibliotecas extranjeras. Por su afán de documentar el pasado, F. T. recolectó una obra que seguía tan diseminada como la población misma se esparcía de ese país remoto hacia los confines del mundo. Su identidad social la recreaba la perenne exclusión de los habitantes hacia fuera del territorio. Acaso la emigración de lo propio afianzaría el bienestar económico —concedería un impulso intelectual— pese a un inesperado retoño violento. En todo caso, los reflujos migratorios —las exclusiones partidarias— se constituían como rasgo indeleble de la nación. Por una clásica paradoja, si el aprendizaje de la soledad precedía el amor del otro, la visita de lo ajeno entregaría el sentido auténtico de lo propio.
La labor de pesquisa fue minuciosa. Había de hurgar la biblioteca de Babel en todos sus estantes —reales y virtuales— hasta localizar la vida publica del poeta en su flujo ambulante, las publicaciones errantes. Si tal obra representaría una nación en su conjunto, los lugares más idóneos para transcribirla se llamarían México, Cuba, República Checa, Chile, etc., Vietnam quizás. Acaso la verdadera patria no la establecía un lugar; la instituían una lengua y una temática nacionalista. Por estatuto poético, lo económico y determinante los regulaban lo político e ideológico. El idioma que calcaba lo real imaginaba el destino de un país desde la distancia. La “patria” no la limita un territorio geográfico sino se extiende por “el tiempo de lo poético”.
Con ese manar constante —eco de un río grande y bravo— en la oficina se agolpaba una diseminación de escritos. Llegaban sin orden fijo y algunos carecían de denominación de origen. Ediciones mecanografiadas, periódicos de la época, revistas de corto tiraje, ediciones Andrea, Laura, Ocnos, y oficiales de Casa de las Américas, antes de todo renombre y canonización. Como la percepción de los hechos varía según la moda, las trovas de “un falso lenguaje, “vacío” sin “contacto con nuestra realidad”, luego duplicarían en mapa borgeano el país mismo. Igualmente sucedía con los libros de historia; al callar su largo proceso de escritura, transcribían dictados a la letra sin temas armónicos en variación.
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Ingenuamente, F. T. creyó que algún día el paradero de ese expediente sería el país de origen. No bastaba publicar fragmentos escogidos de una obra, sino que debía ponerse a la disposición de las generaciones futuras un legado escritural en su contexto amplio. Entre versos laureados y reversos literarios, la memoria triunfante solía destacar las honras que le exigía el logos epitaphios como discurso mítico del pretérito. Sólo el archivo público le permitiría a cada nueva progenie evaluar de manera crítica el pasado. Empero, monolítica y celosa, la verdad anhelaba encumbrarse hacia el fin de la historia. Erigía un monumento a la introspección y, sin lugar a lo diverso, se negaba a recibir el archivo, por clasificar y ordenar, antes de ofrecerlo al servicio del público.
En una sociedad que jamás se regiría por la lógica primitiva del don y del contra-don, se designe derecho de autor, privacidad de la información, etc., la negativa por exhibir el archivo afectará la conciencia de una nación, alzada sobre una huella quebrantada del pasado. Los hechos que recolectase la memoria siempre serán más simples que la unidad mínima de la materia —onda y partícula a la vez— al evadir versiones contrapuestas. Sin el contrapunto musical que derivaría de lecturas sinfónicas del archivo, la monofonía grabará la pauta melódica.
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Al presente, cuando la memoria selectiva sustituye la huella impresa de todo paso por el mundo, la ceniza de los archivos vale como única constancia de la historia. En el basurero de su oficina, F. T. tira a diario las publicaciones insignes que una nación desdeña conservar. En la chimenea de su casa se incineran los poemas y folletos que un país ignora con el objetivo de refundar sus anales colectivos. Así se recalienta en el invierno frío del páramo, mientras la memoria nacional —ávida de porvenir— se aviva en una introspección sin archivo. La única certeza sería que la ceniza habla. Nexti taketsa. Aquello que una nación remite a la hoguera instituye su memoria histórica efectiva. El “polvo enamorado” de la sátira y Quevedo abona siempre el recuerdo de lo que fue.
He aquí una breve constancia de un archivo (ARKHE) que el LOGOS de una memoria nacional remite al olvido de la pira funeraria. En reflejo de la despedazada cartografía borgeana, “el rigor” de tal memoria nacional se esparce en fragmentos por el desierto norteño de los orígenes. Varios recortes se rematan al peor postor en los mercados de pulgas que, sin aspereza, los venden por sumas irrisorias.
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