René Martínez Pineda *
Parecerá raro, pero me encantaba el mesón de Mamá Licha, en Ciudad Delgado, porque además de infinito, oreado y limpio, se ufanaba de su arquitectura colonial bien conservada, y no como hoy que las casas del centro histórico, propiedad de los pocos personajes históricos que tenemos, son ultrajadas por la lujuriosa venta de sus puertas, ventanas, tejas y fuentes de mármol traídas de Alemania, según pude verificar, de vivo pie, en el mítico Palacio de Charlottenburg (finales del Siglo XVII) donde vivió Federico Guillermo IV con sus quinientas dos amantes, de todos los colores, olores y sabores, y que está a un suspiro de la Schloss Charlottenburg Neuer Flügel. En esa arquitectura colonial que la nostalgia pinta con aroma de pachuli y tulipanes rojos, como los que crecen en la Puerta de Brandenburgo, se amontonaban los recuerdos de la bisabuela, el abuelo materno que era idéntico a Pedro Infante, mi abuela, mi madre, mis hermanas… y la niñez cabía en sus tejas de barro calcinado.
Por el amor juvenil que, con ardor inocente, nos profesábamos en el corredor del mesón, creíamos, María de la Luz Divina y yo, que sólo vivíamos nosotros en él, y eso era una temeraria ilusión porque en sus catorce cuartos habitaban cuarenta y siete personas y un barbero francés indocumentado. Mi abuela barría el corredor y el patio a las cinco de la mañana, y a las diez se iba al mercado con unos pocos centavos con los que hacía milagros culinarios, después de cerciorarse de que había terminado mis tareas escolares y que le había ayudado a María de la Luz Divina con las suyas. Almorzábamos a las doce en punto, para ella ese era el ritual fascinante y natural que mantenía unida a la familia en la densa profundidad del mesón. A veces llegué a creer que fue mi abuela la que me organizó en la guerrilla y que fue la que me indujo a escribir desde el día en que, de sorpresa, me regaló “veinte mil leguas de viaje submarino”. Recuerdo que Gladis, mi hermana, dejó siete pretendientes en las gradas de la iglesia El Calvario, sin dar razones de chancho seco, y a mí se me murió la Luz Divina antes de que formalizáramos el noviazgo en sábanas enrojecidas.
Más tarde yo ya estaba grande y la gente cambió de ropa, y el amor de mi vida se hizo verbo en una flor amarilla, y entonces abrí la precaria puerta de los cincuenta años con la indecible creencia de que el nuestro, recio y bromista matrimonio por amor con más de dos décadas, era un fatal derribamiento del árbol genealógico que mis ancestros sembraron en el patio del mesón para que fuéramos enterrados a su sombra. En nuestras cuentas de la vida salía el dato de que nos moriríamos allí algún día, pero los recuerdos, dardo agudo, nos hicieron vender el mesón tres años después de la muerte de mi bisabuela, y los compradores, sin pensarlo, lo derribaron para construir un mall sin memoria ni historia, y vendieron como cultura chatarra los ladrillos, las tejas, los balcones, el honor del limonero, las sillas de la barbería “La Francesita”, los ecos, el alma, las sombras; de haberlo sabido, nosotros hubiéramos derrumbado todo para cerciorarnos de que iba a descansar en paz.
El último viernes de mes iba al centro a comprar libros usados –novelas, cuentos y biografías de escritores y científicos locos- y a merodear la bohemia febril de las cafeterías en busca de unos labios de sándalo eterno. Regresaba, a pie, cuando la noche daba sus primeros toques de campana. Volvamos al relato. Estoy hablando del mesón y de la flor que le da color a mi otoño, sobre mí no hay nada relevante que decir, soy un libro leído y no tiene caso volver a sus páginas. Un día abrí el ropero de mi bisabuela y lo hallé transpirando un fuerte olor a alcanfor y, oculto entre la ropa, estaba un centenar de bolitas de naftalina lanzadas al azar, y yo creí que eran las perlas perdidas del filibustero William Walker. No obstante que mi bisabuela era la dueña del mesón, por lo que recibía ingresos mensuales fijos, siempre necesitamos ganarnos la vida para matar los suspiros por las cosas asequibles al salario mínimo, mi madre trabajando de enfermera en el Hospital de Maternidad, yo haciendo cohetes en diciembre.
El mesón tenía un misterioso carácter producto de la identidad prehispánica de sus inquilinos, misterio fascinador que me embrujaba a tal punto que, encarnando al Capitán Nemo, lo bauticé como “el mesón del fin del mundo”. A pesar de las exiguas dimensiones de cada cuarto, todo estaba en el lugar propicio, todo cabía con holgura, así como cabía el universo en nuestros ojos. La cocina de gas líquido en la entrada; la sala con dos sillas maltrechas en las que, haciendo contorsiones circenses, cabían seis personas y un gato anaranjado, en cada una; la mesa del comedor encima de la sala y el televisor blanco y negro (Víctor el mío es un RCA) sobre la mesa, custodiado por una irritante torre de vasos de plástico y un ramo de platos de aluminio con lepra; en el extremo sur de la mesa una pila de libros, álbumes y cuadernos soñando ser biblioteca, y tres camas alejadas del comedor-sala-cocina por dos chineros de madera fina, unidos entre sí por una cortina de plástico que le ponía un retén a las malas noticias que vitoreaba, con descaro, “el diario de hoy con los muertos de mañana”. Un viejo zaguán de madera ruda –que le sonreía a la avenida Juan Bertis- era la única entrada al mesón, y se trancaba, fielmente, a las 10 de la noche en punto. Un estrecho pasillo conducía a los cuartos en los que se unía lo complejo con lo simple de la cotidianidad en la catedral de los cuerpos que no sabían distinguir entre besos y alacranes; al fondo: el lavadero; los baños, oasis donde mis ojos fueron abejas; los sanitarios. Cuando el zaguán se abría de par en par para dejar entrar la eternidad, uno se daba cuenta de que el mesón era largo, tibio y con cuartos relativamente amplios si los comparamos con las casas que construyen hoy, en las que los perros tienen que aprender a mover la cola de atrás para adelante para que no les tope en las paredes cuando están contentos.