René Martínez Pineda *
El mesón del fin del mundo, donde inició mi mundo, era un espacio sin tiempo ni latitudes… eso es la cultura. Ciudad Delgado, era una ciudad limpia por obra y gracia de sus habitantes y no por otra cosa. Hoy, demasiada ceniza blanca pulula en el aire, sólo un soplido leve y la ceniza se incrusta en la frente de un prócer de mármol, en los canastos de frutas y entre las fisuras hambrientas de los muebles roídos por la usura del viejo jefe de la infamia; cuesta expulsarla con el fusil en ráfaga de un plumero azul, alza el vuelo y busca un nido interino en el aire, luego baja y se oculta como niño travieso en los platos baldíos y en las notas musicales de un ukelele entrañable.
Lo recuerdo todo con claridad porque todo fue simple y sin atenuantes en el cuarto donde fui infinitamente amado. Una silueta cóncava asilada en la cama hilvanando la poesía de la radio; eran las diez de la noche y se me ocurrió poner al fuego la ollita de café, pero un ruido me detuvo. El sonido era incierto y ciego, como un arrastrar de cadenas a medianoche o un grito ahogado. Lo oía y no lo oía al mismo tiempo. Empujé la puerta para impedir que el ruido entrara, pero no llegué a tiempo. Entonces fue que le dije: no pude cerrar la puerta y la mano de un muerto se metió. Dejó caer el alma y me miró con sus graves ojos y dejamos de ir a ese lugar donde los ruidos insólitos imperaban, y eso fue como perder algo del mesón.
Perder algo fue ganar algo. El aseo del mesón fue más fácil y con eso ganamos una hora, de modo que aun levantándonos tardísimo –digamos las siete- no había pasado una hora y ya estábamos en huelga de brazos caídos. Por la noche, huyendo de esos tétricos ruidos, nos divertíamos con el proceso de enculturación tan depredado hoy, casi siempre reunidos en la sala que era el lugar más cómodo y elástico del cuarto. Algunas veces mi abuela decía:
Fíjense en esta sombra que acabo de inventar. ¿No parece el dibujo de un cuervo sacándonos los ojos? Un minuto después era yo el que ponía la sombra de un fusil para que la calle no fuera un lugar temible por su alevosía y ventaja. Vivíamos bien y de corrido; poco a poco empezamos a pensar tupido y vimos que se puede vivir pensando y soñando en un mesón que estaba en el ojo del huracán de la dictadura militar. Cuando soñábamos en voz alta los inquilinos se desvelaban. Los otros no son inmunes a las voces de estatua pregonera que tenemos los que soñamos, voces que vienen del inframundo de las utopías y no de la garganta. Mi madre decía que mis sueños se veían como feroces sacudidas que, más de una vez, hicieron caer la cobija y pusieron en estado de epilepsia a la cama y la bacinica. Dormíamos tan cerca, a un palmo de nariz, que respirar o toser era un acto tan colectivo como sincronizado, y hasta presentíamos el gesto de un minuto más tarde y debatíamos sobre las compartidas y necias vigilias que le daban un talante de pálido misterio al mesón del fin del mundo.
Fuera de esas cosas gigantescas, el mesón permanecía con la boca cerrada toda la noche. En el día gobernaba el lascivo demonio de los murmullos caseros, la fricción herrumbrosa de la cuchara contra dientes perforados como luna vieja, el traqueteo metálico al deslizar el pasador de la puerta, el silbido sordo y áspero en los recovecos de los baños. El viejo zaguán de madera ruda, creo que ya lo dije, era blindado para librarnos de todo mal. En el lavadero, que quedaba en la parte de los ruidos a la que no nos acercábamos, las inquilinas hablaban alto para espantar al espanto de las cuchillas. Un lavadero es un purgatorio de ruidos de ropa y agua que impide que otros ruidos invadan su territorio. En ese lugar estaba prohibido el silencio y la cruz de metal, y cuando nos refugiábamos en los cuartos, el mesón se ponía un corazón de piano para cantar sus querencias, a media luz, y hasta caminábamos quedito para no desafinar.
Entonces recordar es no saber distinguir entre labios y pies lindos; es repetir lo mismo, pero sin secuelas ni escuelas. De noche no me falta el jugo de naranja ni la flor, y antes de acostarme le dije que por la mañana yo prepararía el desayuno del niño, y el televisor apagó o desfiguró las palabras. Ella no le puso atención a la curvatura de los fonemas y se acercó sin gestos. Oímos el golpe de un arrayán lanzándose al vacío, suicidándose de hastío, y supimos donde había caído sin mover la cabeza, porque esas cosas se saben sin necesidad de haber estudiado geografía. Le besé la espalda con maniática precisión y atraje su cintura, como aferrándome a un salvavidas en tierra firme, al saber que no estaba en el mesón del fin del mundo, que estaba en su paralelo. Otros ruidos se metieron en el pleito de la memoria para marcar nuevas fronteras, unos ruidos más largos y sordos.
Los ruidos no tienen patria, dijo ella. Los ruidos son la protesta de los olvidos de la memoria, dije yo. Cuando me cercioré de que cada territorio de la nostalgia había marcado su frontera, de que cada ruido estaba donde debía estar, nos quedamos quietos para contemplar el fin del mundo.
¿Le pusiste tranca al zaguán? pregunté, retóricamente, para evadir el silencio que reinaba en nuestro particular fin del mundo. Nos pusimos a hacer cuentas de la impagable deuda de la casa, de las luchas sindicales en favor de los ricos y famosos. Ahora ya es tarde, están los que no deben estar y, como gallinas con el pico quemado, los han puesto donde hay. Vi que ya era tarde. Ceñí con mi brazo su silueta de diosa floral (creo que ella soñaba intensamente) y salimos al zaguán.
Al abrir tuve miedo, cerré con doble seguro y tiré la llave bajo el limonero. No vaya a ser –pensé- que a algún ladronzuelo culo roto se le ocurra meterse a robar, a esa hora y con la casa sitiada por el mesón del fin del mundo, el botín sería invaluable.