Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y Editor
suplemento Tres mil
“Ahí viene el brujo”, dijeron en casa de mis abuelos paternos. El movimiento comenzó por poner agua a hervir. Y yo esperaba ver algún sujeto parecido al mago Merlín o a Gandalf el gris pasar por la puerta. No sabía si esconderme o quedarme para ver aquella entrada que apostaba ser mágica, la dimensionaba con niebla o algo parecido a lo que había visto en las caricaturas. Pero, no. Era mi abuelo, don Óscar Antonio Vallejo, que entraba peinando sus colochos salpicados de plata con amplias entradas y dándome un cariñoso saludo (me acariciaba la cabeza y luego el hombro). Puso su mariconera sobre la mesa con naturalidad, tomó asiento en la cabecera y pidió un café.
Estaba confundido. Habían dicho que venía el brujo, sin embargo fue mi abuelo el que ingresó. Lo miraba con mucho respeto, por su porte y elegancia, además de su precisa y puntual forma de hablar. Se llenó el comedor de olor a tabaco, mientras él dejaba encendía una ligera luciérnaga en la punta de aquel cilindro blanco del que hacía salir humo. Abrió el periódico y lo comenzó a leer con detenimiento. Es al único individuo que he visto leer el diario de portada a contraportada ininterrumpidamente. No era cosa normal de un niño quedarse viendo, pero ese abuelo encerraba muchos misterios, que descubrí hasta pasar dos décadas de vida, y lo observaba.
Me acerqué después a mi abuela, María Julia Marroquín, y a Úrsula, y les pregunté por qué decían que venía el brujo y en su lugar apareció mi abuelo. Mi abuela con una sonrisa dejó que Úrsula contestara: “Es que nació el 31 de octubre, el día de las brujas”. No sé si ese dato cambió mi percepción del famoso Hallowen o día de las brujas que servía de excusa para llenarse de dulces, pero sí me impresionó saber aquel dato de mi abuelo.
En algunas ocasiones lo acompañé en su trabajo. Tenía un camioncito amarillo con el que llevaba distintos productos a diferentes lugares. La que más recuerdo fue una vez que junto a Jaime fuimos a descargar unas cajas a San Julian, Sonsonate. Iba viendo el paisaje y viéndolo con esa su serenidad conduciendo el camión. Al final del viaje nos acercamos donde vendían unos sorbetes de chorro y disfrute ver a mi abuelo reír contándonos algo que lamentablemente ya no recuerdo.
A él le gustaba conducir un carro Ford celeste. A mí me gustaba ir con él. Me encantaba sentir su cariño y autoridad
La compañía de mis abuelos definitivamente marcaron mi vida, cada uno le dio su sello. Mi papá Tony, como siempre le dije, con su seriedad y su personalidad tendría un punto que me sacudiría con los años cuando descubrí el pasado judío de sus ascendientes y mi abuela me confirmó que lo era. Aunque él jamás me lo dijo, aunque me enseñó algunas costumbres que solo los sefardíes mantienen. Y fue otro dato que me marcó.
Mi papá Tony falleció en 1996. Me enfrentaba a los cambios de la adolescencia cuando recibí la noticia. En esos días solo estábamos mi tía Kenia y yo en el país. El resto de la familia comenzó a venir de Estados Unidos y de Francia para su funeral. Lo velaron tres días en la Auxiliadora.
Sin embargo, ese hombre que nació un 31 de octubre sigue presente en mi memoria. ¿Y cómo podría olvidarme de él si cada vez que viene noviembre está en mi memoria? Así como cada vez que veo el Sidur (libro de rezos judío). Al final de cuentas, ese abuelo es más mágico que los brujos porque en todos mis días está presente.
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