Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y Editor suplemento Tres mil
Me encantaba verlo. Tomaba mi sillita de pita de hule para sentarse. Siempre vestía sus camisas blancas mangas corta, sus pantalones grises y los zapatos café. Lo que era infaltable era el sombrero de lobato con el que se ocultaba del sol y su vieja Cuma, afilada por él. El sujeto que describo era mi abuelo Mauro.
Lo relacionaba con el olor a la grama recién cortada, porque tenía pasión para mantener aquella alfombra verde en el jardín. En mi ingenuidad infantil pensaba que no requería cuidados y que mi abuelo estaba ahí para matar el tiempo. Pero me agradaba verlo tomar una regla y medir cada centímetro del patio, porque era cuidadoso y exigente para dejar precioso aquel jardín. Sobre todo en aquella estampa en la que me hubiera gustado fotografiarlo.
Amaba las rosas también. Tenía muchos rosales que pasaba abonando y limpiando, regando y revisando. A veces me acercaba a oler las rosas más de cerca, porque el aroma lo inundaba todo. Y él me decía que no había que olerlas tan cerca porque el aliento las quemaba. Hasta ese momento me enteré que una rosa era delicada y que todos los mimos que él le daba no eran por gusto.
Una vez estaba jugando en la cochera cuando una señora se acercó a mi abuelo para preguntarle por el jardinero que tenía así de lindo todo, porque quería contratarlo. Él se sonrió y le dijo que era él. La señora quedó sorprendida, no se lo esperaba.
Sandra Marisol, una buena amiga, me contó que una vez se le acercó a mi abuelo para comprarle una rosa. Mi abuelo sonrió y le dijo que esperara un momento. Entró a la casa y salió con sus tijeras de podar, y le cortó la rosa más linda que había. Y al dársela puntualizó: “Te la regalo y cuando quiera otra solo me dice y se la doy”. Así era el jardinero de mi abuelo, respetuoso y amable. Jamás lo escuché vocear a las personas. Yo lo trataba de vos y él siempre me trató de usted.
A veces extraño mucho a mi abuelo. El falleció cuando yo tenía nueve años. Creo que pasé muchas tardes con él haciendo la tarea o simplemente resguardado por su presencia. Con él tuve la complicidad de pedirle que me ilustrara mis primeros intentos de cuentos y nos embarcamos en proyectos creativos como hacer bases y casas para mis muñecos. Él me enseñó que con nuestras manos podemos hacer cosas maravillosas.
Mi papá Mauro, como yo le llamaba, era un ser humano y no era un tipo totalmente paciente; pero para mí siempre estuvo y solo lo vi tener un exabrupto una vez. Y aclaro que era famoso por enojarse. Indirectamente me cuidó como cuidaba su jardín, y con su ejemplo me enseñó más de lo que me han enseñado muchos libros.
21 02 2019