Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y coordinador Suplemento 3000
Cuando entré por primera vez a la colonia donde viviríamos con mi mamá me imaginé un lugar salvaje. Todo era tierra removida, agujeros paralelos en el suelo como una excavación arqueológica. Y a mí izquierda un nacimiento de agua que lo desecaron meses más tarde. Esa curiosa mirada de ver algo que no será.
«Aquí estará nuestra casita», me dijo mi mamá. Y no sé por qué pero no logré imaginarla diferente a las casas de mis abuelos, las cuales me parecían propias sin serlo. ¿Será como esta o como la otra?, pensaba. Y me imaginaba corriendo entre los árboles y las jardineras que siempre fueron mis lugares favoritos, quizá por eso amo tanto la vegetación.
A los meses volvimos, ya con la casa hecha, paredes inmensas de cemento y ese olor que me recuerda más a un saco de arena y grava. Sólo le faltaban las gradas y detalles, recuerdo aquella escalera de madera que me reusé a subir por miedo a las alturas. Poco a poco me percaté que se parecía mucho a la casa de mi tío Luis Manuel, de dos pisos, tres cuartos, cocina y un pequeño espacio de área verde. Como fuera, era un sueño. Afuera trabajaban personajes que se convirtieron en esenciales, que los vi mientras crecí (Armindo, Miguel «el chelito») y a algunos que terminé por extrañar porque nos dejaron (Juancito, Santillos). Se convirtieron en amigos. Mis primeros amigos en la colonia eran albañiles y carpinteros, verdaderos creadores que sin pretensiones elaboraban donde otros vivirían. Sigo disfrutando las pláticas con ellos, con sus innumerables historias.
Mi infancia no tuvo un lugar fijo donde vivir, como muchos en nuestro país. Vivía esporádicamente en un lugar, luego en otro y así. Ver mi casa, como le llamaba mi mamá era esperanzador pero también triste.
En octubre de 1989 nos pasamos a habitarla. Decidí por primera vez cual sería mi cuarto, y me apropié de esas ideas que me decía mi madre: «mi casa». No me aguantaba porque terminara la hora del colegio para llegar y jugar. En esta casa viví la ofensiva final «Hasta el tope», hasta que las balas comenzaron a alojarse en nuestras paredes y la electricidad se ausentó y la comida escaseó. Nos fuimos donde mi abuela, donde viví esa cosa bonita de la comunidad, se refugiaron también mis tíos y primos. Vivimos juntos esos días en que me olvidé de mi casa.
Después nos fuimos por años, y así venía y me iba hasta que terminé por quedarme viendo como cambiaba, como los jardines se convertían en cemento, como se perdía aquella imagen que tuve de niño. Y así, me fui dando cuenta que ese concepto de casa y de propiedad era solo una ilusión, parecida a la vida. Creemos poseer cosas, cuando en realidad las cosas terminan por poseernos; de igual forma que nuestros pensamientos. La única habitación real es mi presente, es el instante en que vivo. Todo lo demás es un espejismo.