Carlos Burgos
Hoy 10 de Mayo, ed Día de la Madre, sovaldi es un día especial en El Salvador para reflexionar sobre esa santa mujer que Dios seleccionó como nuestra madre. A mi me tocó una madre maravillosa, medicine María Ernestina Vásquez de Burgos, que recuerdo todos los días y recurro a ella cuando estoy atribulado: ¿cómo resolver este problema, madre mía? Y estupendo, surgen soluciones que me dejan sorprendido. A finales de la década de los años veinte del siglo pasado, el que iba a ser mi padre, Pedro Guadalupe Burgos, desde Cojutepeque llegaba a Santa Tecla a vender dulce de panela por cargas en el mercado y mi futura madre era una jovencita que ayudaba a mi futura abuela en un puesto de venta de cereales y otros productos por mayor y menor. El joven Burgos era perseverante, cada ocho días allí estaba ofreciendo el dulce de atado y haciéndole visajes a esa chica, y ella solo bajaba su vista. Al correr el tiempo ella esperaba los requiebros del joven cada semana y no el dulce de panela. Una vez que no llegó, ella se preocupó. Estaba inquieta, como angustiada. Su madre la interrogó: –¿Qué estás enamorada, Mary? No tienes sosiego. –No, mamá, es por el calor – y Santa Tecla era de un clima tan fresco como el de Cojutepeque. Cuando el joven Burgos dispuso robársela y llevarla para Cojutepeque, la madre de ella le salió al paso y frustró la fuga romántica hasta que realizaron la boda como Dios manda. En esa época no existían buses de transporte departamental y a él se le facilitó trasladarla en su carreta con bueyes hasta el barrio San Juan en Cojutepeque. Aquí instalaron su hogar y comenzaron su cosecha de hijos. Ambos eran jóvenes acostumbrados a trabajar desde chicos. El domingo compraban en la plaza de San Juan. Mi madre negociaba los precios de los productos agrícolas que ingresaban de San Cristobal, Candelaria, San Ramón, Santa Cruz Analquito, San Emigdio y otros poblados. El lunes los vendían en San Salvador, por la tarde compraban otro tipo de productos y el martes los distribuían entre las señoras del mercado de Cojute. Mi madre nos ayudó a crecer con amor y rigor, nos aconsejaba y reclamaba, nos consentía y exigía. Con sencillez nos enseñó las normas de conducta deseables para ser personas de bien. La honradez era un valor que ponderaba: ¿por qué van a tomar algo que no les pertenece? Cierto día, en mi turno de hacer limpieza en la escuela me encontré botado un lápiz y me lo embolsé. Ella me interrogó sobre su procedencia y me ordenó entregarlo a mi maestra. Nos exigía decir la verdad. De inmediato advertía cuando mentíamos. Nos aclaraba que la verdad es luz y la mentira, oscuridad, y que nadie cree al mentiroso aunque a veces diga la verdad. Cuando algunas personas nos visitaban, no debíamos escuchar lo que hablaban, mucho menos intervenir en la plática. Una mirada bastaba para retirarnos a otro lugar de la casa. Mi madre nos recordaba la buena costumbre de saludar con las expresiones: buenos días, buenas tardes, buenas noches, hasta mañana, adiós. Hoy los jóvenes casi no saludan, y a veces dicen: qué ondas men, hay nos vidrios, chao chao, bay bay. Afirmaba que la responsabilidad era la madre de todos los valores. Si eres responsable, decía, no vas a mentir, no tomarás lo ajeno, no descuidarás tu salud y cumplirás con tus compromisos. Su sabiduría era el resultado de la vida práctica, del día a día, de su lógica natural y de su sensibilidad de madre que deseaba lo mejor para sus hijos. Hoy me elevo con mi barrilete invisible hasta el cielo para saludar y abrazar a mi madre, con la alegría de tenerla siempre en el altar de mi memoria.