Mi nave espacial

Mauricio Vallejo Márquez

Escritor y coordinador suplemento Tres mil

 

Mi primera nave espacial estaba estacionada bajo el comedor de mis abuelos maternos.

Bajo aquella mesa de base verde y fórmica blanca elaboré mi propio concepto de nave espacial, la cual me resultó facilitado por el invento de uno de mis ancestros, el comedor que había diseñado y elaborado mi bisabuelo Manuel Pineda González.

Toda una maravilla, era el único que había visto que se podía alargar colocando algunas tablas con fórmica, de cuyo invento con los años descubrí varios videos en esta era moderna. Pero, mi bisabuelo era único. No existía nada que no pudiera hacer.

Contaban que reparaba cualquier artefacto, como un radio o una televisión. Con el detalle de que le sobraban piezas al final. Y aún así funcionaba.

Quizá esa incontrolable creatividad me inspiró. No lo sé. En esos años en que creo haber tenido menos de seis años la televisión y los libros eran la mayor influencia para volar, para emular las historias que veíamos o leíamos. Yo no podía usar serrucho y martillo, sin embargo, fabriqué con un plumón permanente mi nave espacial.

Comencé a llenar de cuadrados la parte de abajo de la mesa. Y ahí comenzaba la diversión. Claro que me gustaban las series que veía en la TV, pero prefería crear mis propias historias, al igual que con mis muñecos. Así me pasaba la tarde hasta que mis abuelos me llamaban a hacer la tarea o era el momento de lavarme las manos para comer.

Cuando aprendí a los números, enumeré los botones. Les di más atributos que el solo hecho de estar ahí. Cree mis propias secuencias y combinaciones para arrancar la nave, para ir más rápido y “rapidisimo”. Ya con los números la sentí más completa.

Cuando al fin aprendía escribir y leer (lo cual se me dificultó un poquito porque no veía bien) valoré que era fundamental escribir las funciones de los botones. A un lado con mi primitiva caligrafía  plasmé en la madera cada cosa, eso que había escuchado cuando manejaban un carro: acelerador, freno, embrague, velocidades, luz y no me acuerdo qué más.

Después sucedió lo irremediable, crecí. Me olvidé de mi amada nave espacial. Poco a poco mis juguetes fueron desapareciendo, y los recuerdos se fueron marchitando en mi memoria hasta que parecía que estaban borrados.

Al visitar a mi abuela Josefina es como si visitara mi niñez y mi adolescencia. Sigue siendo la misma casa que recuerdo desde niño y que casi tiene mi misma edad. Uno de los pocos lugares en los que siente que pertenezco. De pronto, en una de esas visitas vuelvo a ver ese juego de comedor que ahora está pintado de café oscuro y su formica tiene un papel tapiz beige, despacio me inclino para ver que mi vieja nave sigue ahí, intacta. Tal y como la dejé hace más de treinta años, ni siquiera una telaraña o huevos de algún insecto. Los botones no se han despintado, la caligrafía infantil sigue igual y me recuerdan que el último plan que tenía para ella era darle color, pintar los botones y pegar fotografías del espacio. Mientras la veo, se me escapa una sonrisa y la nostalgia de esa niñez me atrapa. Como un tropel los recuerdos comienzan a surgir, pareciera que el olvido solo es una apariencia, porque cada instante surge como si lo estuviera viendo.

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Campiña. Foto de Omar Barahona. Portada Suplemento Cultural Tres Mil. Sábado 9 de noviembre 2024