Luis Armando González
Hacia el final del día del 15 de octubre de 1979, según recuerdo, mi papá Armando recién acababa de por terminada la jornada laboral en su taller de carpintería. Serían alrededor de las 5 o 6 de la tarde. Y como era su costumbre, después de un día de trabajo, le gustaba quedarse conversando, con pan y café, con los carpinteros –yo incluido— que trabajaban con él. Las noticias en la radio –que enseguida se convirtieron en pláticas entre los vecinos y conocidos— informaban de un golpe de Estado que había depuesto al entonces Presidente de la República, General Carlos Humberto Romero (1977-1979).
Los nombres de los protagonistas no dejaron de repetirse durante la tarde y noche de ese día, y en las semanas y meses siguientes. Y, asimismo, se hicieron públicos la naturaleza del movimiento golpista y sus propósitos. Se trataba de una Junta Revolucionaria de Gobierno –conformada por militares y civiles—que, además de reconocer los abusos y desmanes del gobierno del General Romero, pretendía encauzar al país por una ruta de desarrollo político y económico, que permitiera desactivar la conflictividad sociopolítica que, a esas alturas, se había desbordado y anunciaba un descalabro mayor.
Esa fue la idea que me formé, en aquel momento, del Golpe de Estado del 15 octubre de 1979. En lo fundamental, sigo pensando lo mismo en cuanto a los propósitos de ese movimiento golpista. Otra cosa es que en los meses siguientes se me hiciera evidente que esos propósitos no se estaban cumpliendo, principalmente porque la Junta Revolucionaria de Gobierno –la instalada el 15 de octubre— no era capaz de contener la ola represiva emanada del aparato coercitivo del Estado (principalmente, Policía Nacional, Policía de Hacienda y Guardia Nacional), en alianza con grupos paramilitares (escuadrones de la muerte) de derecha, en contra de las organizaciones populares.
Pero no puedo dejar de mencionar las simpatías y esperanzas que despertaron en mí líderes como el Coronel Adolfo Arnoldo Majano –que expresaba un indudable progresismo militar— y, cómo que no, Román Mayorga Quirós (Rector de la UCA que pasó a integrar la Junta Revolucionaria de Gobierno) y Guillermo Manuel Ungo (académico y líder del Movimiento Nacional Revolucionario, que también integró la Junta Revolucionaria de Gobierno). Esas simpatías y esperanzas tenían su reverso (de antipatía y desesperanza) en los, en ese entonces, coroneles Jaime Abdul Gutiérrez y José Guillermo García. Se me hizo claro que en la ola represiva que siguió al 15 de octubre –y que los miembros progresistas de la Junta no pudieron contener y que llevó a su renuncia— fueron cómplices o gestores Abdul Gutiérrez y Guillermo García, asociados con el grupo de militares conocido como “La Tandona”.
Seguí con el mayor detalle que pude los sucesos que se dieron en torno al golpe de Estado del 15 de octubre. Era el primer golpe de Estado del cual era plenamente consciente en cuanto a su importancia para los derroteros de un país –el país en el que nací— del que yo me preocupaba cada vez más. Sabía, por lo que me contaba mi papá y por lo que yo iba leyendo sobre la historia de El Salvador, que los golpes de Estado eran algo normal. Que lo raro era lo contrario, es decir, que un gobierno no fuera remplazado abruptamente por un grupo militar (o de militares y civiles) que decidían dar un giro distinto a la forma de gobernar vigente.
Lo más cercano que, personalmente, tenía como referencia era lo sucedido en 1972 cuando, en el contexto de un fraude en contra de José Napoleón Duarte –candidato a la presidencia por la Unión Nacional Opositora (con Guillermo Ungo, como candidato a la vicepresidencia)—, un grupo de militares, liderados por el Coronel Benjamín Mejía, desde el Cuartel El Zapote (ahora Museo de Historia Militar), trató de seguir un cauce democrático sosteniendo la victoria de Duarte (y derrocando a quien estaba a punto de dejar la presidencia: el General Fidel Sánchez Hernández). Los rumores de calle (más los movimientos de tropas en las cercanías de San Jacinto, la Colonia Costa Rica y en otras zonas de la capital) indicaban que se estaba dando un golpe de Estado. Tal golpe de Estado no fructificó (por eso hay quienes se refieren al mismo como un intento de golpe de Estado) y, en consecuencia, Duarte tuvo que salir exiliado (lo mismo que el Coronel Benjamín Mejía, asesinado posteriormente), mientras que el Coronel Arturo Armando Molina se hizo de las riendas del poder (1972-1977).
Así pues, mi primer golpe de Estado pleno fue el del 15 de octubre de 1979. Viví intensamente las distintas coyunturas que siguieron a ese momento histórico. Fui consciente de que algo importante estaba pasando en el país y quise ser partícipe informado de acontecimientos que iban a marcar la suerte de la sociedad salvadoreña en los años venideros. No alcancé a vislumbrar, ni de lejos, que estaba siendo testigo de lo que hasta ahora es el último golpe de Estado en la historia política de El Salvador.
Solo por una ignorancia extrema no se puede reconocer lo crucial que fue, para una mejor convivencia social y política, terminar en El Salvador con la práctica de derribar gobiernos con los cuales, por razones justas o injustas, no se estaba de acuerdo. Esta práctica mantenía siempre abierta la puerta para la ilegalidad y la violencia política, dos males que sólo los más insensatos pueden fomentar.
Los protagonistas del golpe de Estado del 15 de octubre de 1979 no podían saber que el suyo sería el último ni tenían la pretensión de cerrar los ciclos golpistas; simplemente, continuaban con una práctica política habitual. Nosotros sí podemos (y tenemos) que asegurarnos de que ese golpe de Estado siga siendo el último, pero sólo podremos hacerlo –esta mi convicción personal— si logramos que los marcos legales, institucionales y democráticos funcionen, es decir, si hacemos que el Estado democrático y constitucional de derecho no sea algo irrelevante y prescindible.
Abundan los que celebran la anulación de los marcos constitucionales de derecho, para lo cual aducen su debilidad o inoperancia. No se dan cuenta de que con la anulación de dichos marcos lo que queda es un vacío de referentes para discriminar lo que está y no está permitido. Y en esas situaciones, los abusos y la discrecionalidad de quienes tienen poder (político y económico) se desbordan fuera de todo control. La historia política de El Salvador en el siglo XX es aleccionadora al respecto. El golpe de Estado del 15 de octubre de 1979 es, de las lecciones históricas de ese siglo, una de las mejores.
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