Luis Armando González
Debo decir, de entrada, que los profesionales de la medicina en El Salvador no necesitan que alguien como yo los defienda. Tienen todo lo necesario para defenderse solos y hacerlo bien, con la autoridad que les da su saber, así como su experiencia y su cercanía con lo que es, sin duda, algo sumamente duro para los seres humanos: la enfermedad y sus consecuencias para quien la padece y para quienes le rodean.
Guste o no, los profesionales de la medicina salvadoreños –lo mismo que sus colegas alrededor del mundo— son personas de saber. Son personas que, también, viven en este país, con las aspiraciones, preocupaciones y frustraciones que recorren de un lado a otro a la sociedad salvadoreña. Hay, entre ellos y ellas, quienes han corrido con mejor suerte en lograr un nivel de vida libre de agobios, pero están también quienes han tenido menos suerte. Sospecho que estos últimos son la mayoría.
En algún lugar leí que alguien reprochaba al gremio médico su postura crítica ante la iniciativa, al parecer ya fenecida, de ofrecer puestos de trabajo a médicos extranjeros. Quien hacía el reproche acusaba a los médicos nacionales de oponerse porque veían afectado su negocio en sus clínicas privadas. No pude menos que concluir que esta persona desconocía los rudimentos de la estructura social salvadoreña y del lugar de los médicos (hombres y mujeres de la medicina) en ella. A su vez, el comentario dejaba entrever un desprecio fuera de lugar a uno de los gremios que resguarda lo mejor del conocimiento científico que se tiene en El Salvador.
Recientemente, he leído otro comentario ingrato en contra de los médicos salvadoreños. En éste, se hace manifiesto el malestar por la participación de aquéllos en la marcha del pasado sábado 19 de octubre. Lo central del argumento es que las “reivindicaciones del médico no son las del pueblo”. Lo complicado del asunto, sin embargo, es definir qué es el pueblo, quiénes lo forman o si hay alguien que tenga la potestad de decir quiénes sí y quiénes no pertenecen al pueblo. Aquí se puede debatir hasta la saciedad y siempre se llegará a posturas discutibles.
Ahora bien, como se sabe desde hace bastante tiempo atrás, decir que “pertenecen al pueblo los que apoyan a un partido” y “no pertenecen al pueblo los que se oponen a ese partido” es sumamente burdo, por trillado. Ya se sabe: eso tiene un tufillo a fascismo que denigra a quienes lo defienden o, al menos, lo insinúan.
Desde mi punto de vista, el gremio médico pertenece de pleno derecho al pueblo salvadoreño; y sus demandas, preocupaciones, malestares y aspiraciones expresan lo que otros sectores del pueblo salvadoreño (me refiero a los segmentos mayoritarios de la población, excluidos y empobrecidos) no pueden o no saben (o no quieren) manifestar.
Si el saber de los médicos salvadoreños me hace respetarlos –confiándoles mi salud cada vez que ésta tiene un quebranto—, su disposición para salir a la calle me lleva, en mi condición de ciudadano preocupado al igual que ellos por este país, a agradecerles.
Es la segunda vez en la historia reciente de El Salvador que los profesionales de la medicina toman una postura clara y firme ante situaciones indefendibles. Ponerse del lado correcto de la historia no es nada fácil. ¿Cuál lado correcto? El de la civilidad, el respeto a la dignidad humana, el bien común, la legalidad democrática y, como decía el gran Maquiavelo, la felicidad de la República.
Por supuesto que mi agradecimiento no sólo es hacia el civismo del gremio médico. También, en el plano personal, tengo mucho que agradecer a los doctores, así como a las enfermeras y enfermeros, que en distintos momentos –tanto en el ISSS como en consultas privadas— han velado por mi salud y bienestar. Cómo no estar agradecido con el recordado Dr. Ricardo Vides Lemus, quien con paciencia y sabiduría me atendió en las severas otitis y laberintitis que fregaron la vida en 1989 y en 2012. O con el equipo de médicos y enfermeras y enfermeros del Hospital San Rafael que se aseguraron de que la hernia que me afectaba dejara de ser un problema para mí. O con la nutricionista que, en la Unidad de Salud de San Jacinto, me impuso una dieta de choque que me cambió la vida. Podría extenderme en el listado, pero la sustancia es la misma: tengo motivos de sobra para agradecer y confiar en los profesionales de la medicina de mi país.
En fin, atacar al conocimiento y a quienes lo cultivan y resguardan es uno de los peores síntomas de decadencia cultural, intelectual y moral. Nadie que se respete a sí mismo –especialmente, si se desempeña en ambientes académicos— debería guardar silencio ante semejantes desmanes. El refugio cientificista –el los “artículos científicos” con citas APA o Chicago— es una pobre excusa.
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