Iosu Perales
En países como en Francia saben muy bien qué es la cohabitación. Tener un presidente socialista y un parlamento de mayoría de derechas es algo que ha funcionado, sin ir a un choque de trenes ni incendiar las calles. Pero ocurre que cuando la oposición venezolana ganó 112 escaños y la mayoría parlamentaria en las elecciones de diciembre de 2015, lo primero que hizo fue exigir la dimisión del presidente Nicolás Maduro que había ganado las elecciones presidenciales en abril de 2013.
Después de haber perdido 15 elecciones la Mesa de Unidad Democrática (MUD) calculó mal los pasos a dar y creyó que tenía derecho a todo, incluso a eliminar a Maduro y pedir unas elecciones presidenciales anticipadas. Fue una provocación. Y lo fue porque en el mismo paquete la MUD anunció que su primera medida sería liberar a Leopoldo López con una amnistía, siendo que este señor fue condenado por instigar públicamente a una insurrección en las calles en el marco de la operación “La Salida”. Maduro reaccionó con la Constitución en la mano diciendo dos cosas: que vetaría una ley de amnistía y que cumpliría su mandato.
“La Salida” de 2014 tuvo una duración de dos meses con un saldo de 43 muertos y más de 800 heridos, y se caracterizó por barricadas, incendios de bienes públicos, bombas molotov, trampas mortales a policías motorizados, asedio a instalaciones del Estado, en una ineficaz revuelta que no fue ni pacífica, ni democrática, ni mucho menos constructiva. Que de parte de bases chavistas hubo también violencia no me cabe la menor duda. La espiral acción-reacción siempre tiene consecuencias penosas.
Lo cierto es que la resultante de las elecciones de 2015 es que dos legitimidades chocaron sin que pudiera imponerse la lógica del diálogo y la negociación. La razón es simple: la MUD y en particular el partido de López “Voluntad Popular”, no han contemplado en ningún momento un escenario negociador, solo les ha interesado lograr el primer objetivo de una estrategia continental de liquidación de un ciclo progresista. Por eso la oposición ha rechazado la mediación del Vaticano y ha cuestionado en todo momento la de los tres ex presidentes, Zapatero, Leonel Fernández y Martín Torrijos.
Les voy a decir algo: derrocar a Maduro es el primer paso para derrotar al bolivarianismo, como parte de una estrategia que busca revertir los avances de gobiernos progresistas en América Latina. Su caída sería un paso atrás para la autodeterminación de los pueblos latinoamericanos. Justamente, la administración norteamericana y la derecha continental, utilizan la imagen de Maduro, a menudo bronco y demasiadas veces retador, para hacer girar en torno a él toda una campaña para la que cuentan con las grandes corporaciones de medios de comunicación como O Globo, Clarín, Grupo Cisneros, PRISA, Televisa, CNN y otras que de manera sistemática desarrollan una agenda mediática basada en la manipulación de los hechos. Es por esto que la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños) cuando se reunió en San Salvador (de 33 países asistieron 27) condenó la injerencia externa sobre Venezuela y la violencia extrema de la oposición en las calles.
Lo digo con plena consciencia: la actual oposición venezolana que lógicamente tiene un interés legítimo en quitar de la presidencia a Maduro, es tan solo el instrumento de un frente que lidera Estados Unidos. Pero su legitimidad se ve cuestionada por el modo sumamente violento con que actúa. Incendia las calles todos los días, contando los muertos como un capital que le favorece para extender la imagen de Maduro igual a dictadura, cuando lo real es que muchos de los muertos se deben a disparos de las milicias armadas opositoras. Para Estados Unidos como para las élites ricas de Venezuela, Leopoldo López es tan solo una marioneta, un peligro público que en cualquier país europeo estaría condenado por terrorismo, y sus defensores procesados por apología del terror. López, ultraderechista y amigo del ex presidente colombiano Álvaro Uribe -contrario a los acuerdos de paz entre las FARC y el Gobierno de Santos-, lideró el plan llamado “La Salida” consistente en llenar las calles de Caracas de violencia utilizando para ello bombas incendiarias, hostigamientos y emboscadas a la policía. El otro de sus líderes Henrique Capriles, más moderado y dialogante, ha radicalizado sus posiciones para no perder terreno ante su rival López. Esta radicalidad le ha llevado a rechazar también cualquier intermediación razonable, con lo que la propia oposición en su totalidad es cautiva de su intransigencia.
La oposición, en lugar de aprovechar su mayoría parlamentaria para abrir un diálogo con el Gobierno con algunas ventajas, se lanzó frenéticamente a una polarización de posiciones, jugando al todo o nada, lo que le llevaría en la práctica a ver a truncadas sus aspiraciones, llevando al país al borde del precipicio. Esta radicalización introdujo en la MUD divisiones por discrepancias en la línea a seguir, hasta que la convocatoria de la constituyente les ha llevado a reconciliarse regresando a la violencia como mecanismo de su política en el marco de la segunda campaña de “La Salida”. Ahora, celebradas las elecciones a la constituyente vuelven a emerger sus profundas divisiones internas, convirtiéndose en un archipiélago de fracciones, fácil de manejar por el frente externo que lidera EE.UU.
El frente externo alienta la revuelta interna y en todo caso la complementa a través de campañas mediáticas internacionales. Desde hace ya unos meses la OEA (Organización de Estados Americanos) está siendo utilizada como ariete contra el chavismo, en busca de la máxima presión internacional. De hecho, el presidente de la ya superada Asamblea Nacional, el opositor Julio Borges, no ha tenido en cuenta consideraciones soberanas al pedir a Donald Trump intervenir en Venezuela argumentando que el chavismo es una enfermedad contagiosa. Según Borges, Estados Unidos, “puede prohibir el intercambio comercial y político con Venezuela”. Lo cierto es que la OEA es hoy el instrumento estrella para tratar de aislar primero al Gobierno de Maduro y desplegar a continuación una segunda fase para su destitución. La respuesta chavista ha sido la de salirse de la OEA, una organización de oscura trayectoria que pasó de largo ante los golpes de Estado en Paraguay (2012) y Honduras (2009) y que cuando le conviene a Estados Unidos se disfraza de garante de los derechos humanos. A la OEA se le une ahora Mercosur que ha suspendido a Venezuela “hasta que vuelva a la democracia”. Esta suspensión es una victoria de EE.UU. Y es triste que junto a Brasil, Argentina y Paraguay, el gobierno del Frente Amplio de Uruguay haya votado también semejante medida de presión que solo ayudará a radicalizar más el conflicto.
En este contexto la respuesta contundente de Maduro ha sido la convocatoria de la asamblea Constituyente. Su convocatoria se ampara en los artículos 347-350 de la Constitución que permite al presidente de la república el convocarla. El debate que se ha montado a partir de ser considerada fraudulenta por la oposición y sus aliados, parte de una interpretación de la propia Constitución. En su art. 347 dice que el pueblo de Venezuela es el depositario del poder constituyente originario. Lo que debe entenderse por el derecho a votar su composición. Por su parte el art. 348 señala que “la iniciativa de convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente podrán tomarla el Presidente o Presidenta de la República en Consejo de Ministros; la Asamblea Nacional, mediante acuerdo de las dos terceras partes de sus integrantes; los Concejos Municipales en cabildo, mediante el voto de las dos terceras partes de los mismos; o el quince por ciento de los electores inscritos y electoras inscritas en el Registro Civil y Electoral”. En ningún caso se indica que sea obligatorio un refrendo popular previo a su convocatoria.
Lo cierto es que este debate llevado al terreno de la guerra mediática contra Maduro y el chavismo sirve para sembrar la duda sobre la legalidad de la convocatoria ya realizada. Lo mismo ocurre con la destitución de la fiscal general Luisa Ortega que tacha de inconstitucional su cese, cuando la realidad es que el art. 349 de la Constitución dice: “Los poderes constituidos no podrán en forma alguna impedir las decisiones de la Asamblea Nacional Constituyente”. O sea que la fiscalía general no puede desobedecer las decisiones tomadas por la Asamblea Constituyente.
¿Por qué se planteó la elección de la constituyente siendo que ya había una Asamblea Nacional elegida en las urnas? A mi modo de ver la explicación se encuentra en el nudo imposible de desatar derivado de dos poderes elegidos en las urnas: la Presidencia y la Asamblea. Este choque exigía un diálogo que la oposición no ha querido en ningún momento, por lo que la gobernabilidad puso en la agenda la necesidad de acudir a la Constitución para superar el estadio actual y encontrar una salida democrática. Lo que sucede es que la oposición volvió a rechazar su participación en la constituyente, pues le resulta más cómodo para su plan estratégico mantener su radicalidad y proseguir con el todo o nada, o ellos o nosotros.
¿Qué puede pasar en adelante? A pesar de las grandes dificultades y de que la estrategia opositora es insurreccional creo que el gobierno de Maduro no debe perder el norte y ha de hacer un esfuerzo por tender puentes. El problema es político y la solución ha de ser política. Pero hace falta un liderazgo capaz de gestionar adecuadamente un escenario de diálogo y negociación. No interesa al chavismo ni a la izquierda continental tensar la cuerda hasta el infinito. Sería ventajoso ablandar la bronca que vive el país, a fin de encontrar espacios de diálogo con la oposición, e incluso articular un movimiento popular más abierto e incluyente. Me temo que hoy por hoy es una ruta poco viable, pues pareciera que ya es tarde. Pero por eso hace falta más que nunca que la política busque nuevos caminos y se las ingenie para abrir espacios inéditos. Lo otro, jugar todos los días al jaque mate no es una buena idea.