por Mauricio Vallejo Márquez
Los aeropuertos me parecen inmensos y solitarios, a pesar de todo el tránsito que tienen. Miles de personas recorriendo sus pasillos en busca del Gate 32, 72, 6, 14, en fin.
Siento que me pierdo en ellos aun cuando los haya recorrido muchas veces. Quizá el único que ya me sé de memoria y en el que no me pierdo es en el Monseñor Romero. Mientras, recorro alguno de ellos veo sus pasillos, en los que esos locales comerciales parecen no ser más que pinturas de comercios, estampas de lo que el comercio avanza y demanda. Raramente entro en alguno de ellos, el único hasta la fecha fue una tienda de jade en Taipei, que tenía una delicia de figuras.
Pero en los habituales, no. No me siento cómodo al llenar mis horas observando las masas de perfumes, gadgets, ropas, juguetes, dulces y revistas. Pero hay algo que sí me interesa observar: las artesanías y recuerdos. Me tomo el tiempo para verlas y pensar en todas las dimensiones de cómo fueron hechos y el gusto, sobre todo el gusto. Veo las diferencias y semejanzas entre un pueblo y otro. El sólo ver es suficiente para entretenerme en esos largos pasillos a la espera de un vuelo.
Y tras andar por algunas horas, entre las vitrinas, tomo asiento, con los aviones a mi espalda. No sé por qué no se me da el deseo de apreciarlos, de detenerme a verlos, compararlos, sentirlos Aunque ya en el avión comienzo a indagar y a ver cómo se alejan mientras mi vuelo despega. Simplemente me detengo y observo la cotidianidad del aeropuerto, algo que pocas veces hago, que pocas veces me llamo a hacer. Sin embargo, la soledad y las horas hacen que los aviones sean sombras y todo el tránsito la luz.