René Martínez Pineda
Sociólogo
La Primera Gran Cuarentena Planetaria de la historia moderna (meteorito disfrazado de virus que -como hace 66 millones de años, cinco meses y veintitrés días- hizo un ensayo de la extinción masiva de las relaciones sociales piel a piel) le enseñó al cerebro a lidiar con la noción de la muerte y a racionalizarla, día a día, como estadística sanitaria, pero no le enseñó lo mismo al corazón (digámoslo de esa forma alegórica, lírica y subjetiva para que quede más claro el antagonismo irónico o la ironía antagónica) porque ese hecho vital no perdió su dosis de esperada sorpresa. La muerte de un ser querido (no importa si esta ocurre en el hospital oloroso a alcohol y sangre coagulada, o en la nimia casa materna impregnada con los murmullos milagrosos de las oraciones al San Judas salpicado con los olores fulminantes de las lágrimas benditas machacadas con el inolvidable ungüento de altea) siempre es un hecho lapidario y teológico porque implica la muerte total de una parte de uno mismo, o sea la pérdida de un pedazo del cuerpo colectivo que somos, pues morimos un poco con los otros que de verdad se mueren; morimos y somos medio enterrados junto a los más cercanos en los ritos, con los que siempre están a nuestro lado aunque estén ausentes, de la misma forma en que quien muere seguirá viviendo un poco –o mucho- dentro de los vivos a través de ese invento maravilloso del corazón, en complicidad con la memoria, al que, en la intimidad de las veladas familiares presididas por la bisabuela, llamamos nostalgia. Si, nostalgia, la cual es el único e imbatible recurso con el que cuenta la cultura popular para juntar la ausencia con la presencia en un atol de semillas de marañón un sábado por la tarde, o en una taza de café con panela en una noche de lluvia… o en el suculento tamal de gallina accidentada que hace que todos hablen bien del muerto, aunque este haya sido un cabrón de rancia alcurnia casi comparable con la de los políticos corruptos que sobrevivieron al diluvio de las últimas votaciones.
Y es que la nostalgia es un interminable laberinto sin centro en el que, por aquello de la autenticidad, no tiene cabida el agente funerario que, para no desentonar en el momento más inoportuno, siempre parece un ser fuera de este mundo (pálido, tétrico, de hablar pausado y ronco como salido de ultratumba, glacial, perfumado con formalina y con cara de llamarse Virgilio, Gregorio, Aparicio o Ángela) porque no hay forma de venderla o comprarla en el mercado negro de lo luctuoso; no hay forma de convocarla con dinero maldito -o con puntos de oro del supermercado- en el purgatorio de las velaciones… no importa el valor del paquete mortuorio que, con puntualidad de loco que quiere seguir suelto, le hayamos pagado al triste vendedor de ataúdes de todos los tamaños y todos los colores de este mundo y del otro. Y entonces exhumamos de nuestros ejidos una raíz de ciprés que se fosilizó velando al patético muerto de la revolución sin cambios revolucionarios y, aprovechando el impulso, sembramos la flor de las once cuya puntualidad y memoria es legendaria, tanto en invierno como en verano.
Pero ¿cómo se contrae ese letal virus de la nostalgia que, como agravante, lleva en sus genes la “x” de desconocido propia de los pobres y que impide fabricar una vacuna que sirva para siempre? En la hojarasca de la soledad marítima en la que caemos cuando hemos visitado el anticipo de purgatorio de las velaciones, uno desentierra ombligos y mangos maduros para recitar con orgullo un apellido de reo político; uno remonta cielos asediados por los ojos sin rostro de los amores clandestinos para inventar malas palabras; uno cabalga los furiosos soplidos de los huracanes endiosados para apaciguar corazones desbocados; uno le pone un bozal de acero inoxidable a los escándalos del olvido para gritar las hazañas que hicimos contra los gigantescos molinos de viento de la pobreza adscrita; uno nutre los amates centenarios con cenizas de paciencia para aprovechar un minuto más la presencia del otro que está a punto de sacar su pañuelo blanco; ponemos los pétalos en su puesto para armar el rompecabezas de las caricias inconfesas; silenciamos el trueno de los dicterios vocingleros para comernos los eminentes pecados de los otros, aunque con cada bocado se nos oscurezca más el alma; decretamos como imprescindible la belleza de la sonrisa de los niños sin hambre; nacionalizamos el mercado del canto matutino de las chiltotas y las galimatías de las vendedoras de hojuelas en la entrada de los panteones públicos; convertimos en leve llovizna las penas capitales por falta de capital; disparamos resignaciones con la escopeta del silencio lastimero; regalamos perdones al dos por uno para ganar simpatías en el cielo, no vaya a ser que sí exista.
Sin embargo, todo lo anterior solo es un asomo de nostalgia, solo es la parte elemental de la nostalgia, sólo son un simulacro de la cuarentena definitiva, porque –para ser sinceros- la única nostalgia valedera y auténtica e interminable es la nostalgia de la piel de los seres que amamos más allá de la vida. Y es por esa ausencia de piel o esa presencia del espectro que recordamos cómo eran en el último silbido que hicieron para complacernos; las recordamos como el vestidito floreado y el corazón en paz por haber cumplido su misión mundana; las recordamos como la mirada en llamas de los atardeceres de mayo; como las hojas que caen en el agua limpia de los ríos escondidos en los ojos bonitos.
Y es entonces que comprendemos que la nostalgia tiene brazos fuertes como los de la hiedra que atraviesa cualquier ataúd en busca de la voz lenta y dulce a la que le aburrían las palabras. Nostalgia como leña encendida en la que el hambre desaparece; gatita blanca que se duerme a mi lado para que no me sienta solo en el purgatorio de las casetas migratorias que llevan al otro lado; sentimiento de ojos sin cuervos que es tan distante como la primavera de las utopías que permanecen en la funeraria por si se da el milagro del tercer día; mirada de pájaro migrante y corazón sedentario en su amor por el pueblo; besos ardiendo en el último deseo del moribundo como si fueran las chispas de las llamas que nos convertirán en lo que realmente somos; el horizonte más diáfano desde la ventanilla del barco que zarpará al otro lado cuando nos toque nuestro turno. El recuerdo a través de la nostalgia es luz sin calor, es humo a merced del viento de la última tormenta.
La nostalgia es la charla amena y tibia que tenemos con quienes amamos –en su ausencia y presencia- mientras esperamos nuestro turno para cruzar al otro lado.