Luis Armando González
En recuerdo agradecido a Ignacio Ellacuría (1930-1989)
Recibí muchas enseñanzas del P. Ignacio Ellacuría (1930-1989), no sólo a partir de la lectura de sus libros y artículos, sino también en sus clases y en las conversaciones casuales que tuve con él. Una de las enseñanzas que me calaron en lo profundo era esa en la que, insistentemente, decía que no debíamos permitir que los árboles nos impidieran ver el bosque. No era un juego de palabras ni retórica de poca monta; su llamado de atención –así es como lo veo— expresaba su preocupación intelectual y moral por las dimensiones estructurales de la realidad social. Para él, nunca tenía que perderse de vista la totalidad que da sentido a las partes que integran ese todo. Centrarse en las partes (es decir, en aspectos particulares) de un proceso, una coyuntura o una situación podría dar lugar a perder de vista el todo (la estructura, el sistema) del cual lo particular es sólo una expresión.
Creo que entendí la lección de mi profesor jesuita. Y no sólo eso: se convirtió en un esquema mental tan fuertemente afianzado en mi cerebro que, cuando me enfrento con un acontecimiento o hecho particular de tipo social (educativo, político o económico), automáticamente trato de visualizar el escenario estructural en el que ese hecho o suceso tienen sentido. Sin embargo, creo que el P. Ellacuría ponía más el acento en el todo (o en la estructura), con lo que terminaba prestando menor atención a lo particular o –para volver a la terminología usual— a las partes. En mi opinión, miraba el bosque (era un experto en hacerlo), pero le costaba mirar los árboles; y, si se reflexiona sobre el asunto, es claro que sin árboles concretos no hay bosque, aunque el bosque no se reduzca ni agote en uno o varios árboles en particular. Pero el P. Ellacuría era un pensador de totalidades, no de particularidades; éstas no le eran indiferentes, pero la balanza se inclinaba, en él, por la primera de las opciones.
Recién escritas las líneas anteriores, no puedo evitar imaginarme la escena entre Ellacuría y yo: él mirándome cordial y comprensivamente, me atrevería a decir que hasta con orgullo de profesor, pero argumentándome o que no he entendido su forma de pensar (y recomendándome algún texto suyo) o que merezco un premio Nobel1 por haber comprendido su enfoque que, además, es mejor que el mío. Viene a cuento aquí una conversación-polémica que tuve con él sobre cuál deporte era superior, el basquetbol o el futbol, que refleja bastante bien su estilo de pensamiento. Para Ellacuría era el futbol porque, según me argumentó, un jugador de ese deporte, cuando lleva el balón a ras de césped, debe tener una visión de toda la cancha y la posición (dinámica) de sus compañeros de equipo y de los jugadores del equipo contrario.
Argumento impecable, al que yo, balbuceando, repliqué que en el basquetbol los jugadores tenían que hacer, en poco espacio, movimientos complejos para desplazarse, defender o atacar la canasta. Recuerdo su sonrisa amable ante lo que, estoy seguro, él vio como el esfuerzo de un aprendiz. Además de la notable diferencia de talento y conocimientos entre el maestro y el alumno, la anécdota también pone de manifiesto lo que bien se puede calificar como los distintos esquemas mentales suyo y mío: en el suyo, un énfasis en la visión de totalidad; en el mío, un interés por lo más reducido en alcances (o por lo micro).
Ciertamente, no quedé atrapado en lo micro. Mi principal aprendizaje con Ellacuría radicó en asumir la perspectiva de totalidad en la que él era un maestro diestro, sutil y creativo. Me enseñó –como un guía paciente y comprensivo— no sólo a mirar el bosque, sino a nunca dejar de mirarlo. Me incentivó a que me atreviera a enseñar a otros ese hábito mental, que es también un imperativo ético. Por mi parte, he tratado, desde los años en que fui alumno del P. Ellacuría al día de ahora, de que los árboles, en su particularidad, no se me pierdan de vista. Trato de ver el bosque y los árboles que lo constituyen. Trato de que éstos últimos no me impidan mirar el bosque –como me enseñó el P. Ellacuría—, pero también que el bosque no me impida ver cada árbol en específico.
Pienso que la sociedad salvadoreña caminaría por mejores derroteros si se cultivara (si se hubiera cultivado), en cada uno de los habitantes del país, el hábito de mirar, más allá de situaciones particulares y aisladas, el contexto mayor (estructural) en el que esas situaciones adquieren su sentido (o falta de sentido) y su relevancia (o irrelevancia). Pero, lamentablemente, no ha sido así; y lo que predomina es el anclaje –a veces ingenuo, a veces obsesivo— en hechos o situaciones puntuales que, para nada, se conectan con un conjunto mayor de dinámicas y procesos.
He aquí un primer ejemplo. En el caso de la nueva Ley de educación superior me las he visto con opiniones alegres sobre el tema, puntual, de que los docentes universitarios deben ser bilingües (entendiendo que se trata de español-inglés), pero (dejando de lado el asunto de si un bilingüismo impuesto desde el Estado-gobierno sea pertinente de cara a la libertad inexcusable de cada cual para elegir una segunda lengua en un país que, por ahora y mayoritariamente, tiene sólo una lengua materna: el español) sin haber reflexionado ni sobre el conjunto de la ley, sus contenidos esenciales y alcances, y sin tomar en cuenta la situación real de la educación superior, la situación crítica de la Universidad Nacional y las características de las disímiles universidades privadas.
Ni qué decir tiene que, además de lo anterior, en algunas personas –muchas, para mi gusto— no existe la más remota inquietud de conectar: a) la Ley de educación superior, b) la situación real de la educación superior y c) las problemáticas reales de El Salvador y sus inciertas perspectivas. Otro ejemplo: ante los pobres reales que no dejan de proliferar en San Salvador (y por lo que sé, en otras zonas del territorio nacional) hay quienes sostienen que es responsabilidad exclusiva de cada uno de ellos, lo cual además de abyecto es incorrecto. Claro está que, para entender la desgracia de esas personas, la precariedad y pobreza en que mal viven, hay que mirar hacia la estructura socio económica clasista y excluyente vigente en El Salvador actual, así como la lógica de las políticas públicas. En cualquier nación y época histórica, los focos de pobreza –formados por personas de carne y hueso, con su frustración e incertidumbre cotidianas— obedecen, son expresión y consecuencia, de dinámicas estructurales que, cuando no son corregidas desde el quehacer público y privado, tienden a expandir esos focos de pobreza. Y ahí donde hay pobreza masiva, hay frustración, rencor, resentimiento y odio; aunque sean inaudibles, están ahí. No se requiere de demasiado sabiduría, si no de buen sentido y de sentido común, para saber que nada bueno puede surgir de situaciones así.
Mi maestro, el P. Ellacuría, me enseñó a mirar a la estructura socio económica para entender la situación de las personas. Por mi parte –y creo que él lo avalaría— veo en cada persona lacerada en sus condiciones materiales de vida el verdadero rostro de la sociedad, la economía y la política. Por razones éticas, pero también analíticas, no me resigno a que la reflexión y el debate sobre la vida material de las personas (su salud, alimentación, empleo, ingresos, vivienda, bienestar, pobreza, etc.) sean eliminados a cambio de un debate estéril sobre palabras, gustos o estilos de vida. Tampoco me resigno a aceptar, como moneda de uso corriente, visiones según las cuales de la nada puede surgir algo o que algo puede convertirse en nada. El P. Ellacuría también me dejó bien vacunado, con su realismo estructural, en contra de idealismos fantasiosos.
1. Lo de otorgar un “premio Nobel” era propio de Ellacuría, cuando un estudiante respondía atinadamente a una pregunta suya. Yo me gané mi premio una vez que él pregunto a la clase: “¿por qué no podemos ir a la realidad?” Yo, titubeante, me atreví a decir: “porque estamos en la realidad”. “Premio Nobel”, dijo él.
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