Luis Armando González
No es nada fuera de lo común que, en coyunturas electorales –en El Salvador y en otras partes—, las energías, recursos y talentos para el análisis se concentren en los probables resultados de las elecciones. Las encuestas de opinión ocupan un lugar privilegiado, si es que no el único, en estos esfuerzos investigativos que son realizados no solo por universidades, sino por medios de comunicación y empresas que se dedican en exclusiva a la elaboración de sondeos y encuestas. Asimismo, el debate público se focaliza en distintos tópicos electorales, aunque lo fundamental son las discusiones acerca de quiénes serán los ganadores y quiénes los perdedores, siendo la información arrojada por las encuestas un insumo infaltable en las predicciones de cada cual.
Las elecciones son una pieza clave en el funcionamiento y salud de los ordenamientos democráticos; y, por ello, es razonable que cada vez que llegan los tiempos para su realización se generen debates y discusiones en torno a ellas. Ahora bien, quizás no sea tan prudente, desde las exigencias de la investigación socio-política, convertirlas en tema exclusivo (o casi exclusivo) de investigación. Y, si hay pocos recursos para la investigación, ese empeño se revela más preocupante. Una pregunta que deberían hacerse quienes gestionan la investigación en algunas universidades es si vale la pena, desde el criterios éticos y científicos, gastar lo poco que tienen en hacer encuestas (electorales) reiterativas en sus resultados cuando hay temas socio-políticos que son relevantes para la comprensión de nuestras sociedades.
Uno de estos temas es la cultura política y los factores que la alimentan. Se trata de un asunto que tiene que ver con la política en el largo plazo, que es lo que importa para la estabilidad o inestabilidad de las sociedades. Asuntos inevitables conciernen a las características de cultura política en El Salvador, en las últimas dos décadas, y a los factores que la han nutrido y la siguen nutriendo. Se trata de un (doble) tema complejo, que requiere, para ser atendido, de un esfuerzo teórico y empírico de envergadura.
Aquí, en una aproximación intuitiva (sumamente cualitativa), se me ocurre proponer como un factor importante de nuestra cultura política la anti política, y sus acompañantes (suciedad de la política y los políticos, corrupción, incapacidad, bajeza, inmoralidad, abusos, etc.), con la que, en las últimas dos décadas, fue bombardeada la sociedad salvadoreña. La descalificación de la política y los políticos –de toda la política y todos los políticos— provino de diferentes actores y sectores: empresa privada, medios de comunicación (y sus presentadores y periodistas), iglesias, universidades, intelectuales y profesionales.
Muy pocas voces se alzaron para reivindicar, más allá de sus debilidades y desaciertos, la importancia de la política y los políticos. No eran voces ingenuas, sino realistas: reconocían las fallas de aquélla y éstos, pero también lo corregibles que eran en orden a fortalecer el sistema político. No fueron escuchadas, pues la moda era ir con todo contra la política y los políticos. Y esta moda tuvo y tiene su consecuencia práctica: el rechazo y desencanto, cuando no desprecio, en determinados sectores sociales, de todo lo que tenga que ver con la política (partidos, dirigencias, militancias y elecciones).
Al pensar en estas ideas, se me ocurrió el ejemplo de niños pequeños a los que sus padres les decían –esto lo vi siendo pequeño— que en la calle había personas adultas (“viejitos”) que se los iban a llevar para convertirlos en jabón. Bombardeados con esa visión amenazante de las personas mayores, la reacción de un niño ante cualquier anciano era, por lo general, de pánico. Es una consecuencia esperada, y para nada ilógica. Modificarla requiere de un aprendizaje, es decir, de un esfuerzo intelectual, y un esfuerzo en el cambio de hábitos y conductas.
Sospecho que en El Salvador –el país que tantas preocupaciones me suscita— con la anti política sucedió algo parecido a la “amenaza” que representaban los “viejitos” para los niños. Sospecho también que el aprendizaje para restarle aspereza a la anti política no se ha dado, sino todo lo contrario: la descalificación de la política y los políticos (de toda la política y todos los políticos) sigue afianzada en la mente (hábitos y conductas) de muchas personas. ¿Cuántas? No lo sé. ¿Afectará eso, y cómo lo hará, el resultado electoral? Tampoco lo sé. Sí estoy convencido de que es un asunto –el de la cultura política marcada por la anti política— que requiere de un esfuerzo investigativo de envergadura. A lo mejor alguna de nuestras universidades decide dejar al camino fácil de las encuestas y asume un reto de investigación serio, aunque a lo mejor poco redituable en términos mediáticos.