Mauricio Vallejo Márquez,
Escritor y coordinador Suplemento 3000
La primera impresión no se olvida. Lo sé, porque desde la primera vez que vi un gato, hasta la fecha, me parece un juguete de peluche. Recuerdo cuando le comenté esta impresión a mi amiguito Raúl Avelar, quien me dijo: «sos un materialista porque pensás que los animales son juguetes». Y en sí, creo que mi percepción era más de algo tierno, algo que querés abrazar, no sé.
Los gatos siempre me han parecido animales fantásticos y tiernos. Aquellos gatitos que vi cuando niño me demostraron que la vida se abre paso y puede resultar efímera, porque los gatitos vienen y van. Raramente duran toda una vida con uno. Sin embargo, en mi niñez vi los felinos de lejos en casa de mi familia paterna.
Cuando era adolescente, Rafael Mendoza me regaló una gata. Cuando me la dio creíamos que era macho, pero luego descubrimos la verdad. Decía que era una gata barcina por su conjunto de colores. Me la llevé a casa y pasó de llamarse Ramón a Ramona, por lo tanto le decía Rami. Y como casi no pasaba en casa la llevaba a muchos lugares, pero al parecer no era tan conveniente. Así que decidí dejarla en mi habitación. Un día, al regresar me tenían la trágica noticia de que Rami había muerto y que hasta la habían enterrado. Mi padrastro, Ciriaco Menéndez, no se dio cuenta cuando salió en su vehículo que la gata se había escapado del cuarto y estaba bajo las llantas de su carro.
Al poco tiempo de eso mi abuela y mi mamá procuraron buscar otro gatito para que me acompañara. Y así llegaron dos gatos negros, Bruno y Ónix. Pero como venían de caminos distintos tuvimos que separarlos. Bruno venía de la casa de una tía y estaba crecido, lo tuvimos en casa de mi abuela donde un día decidió marcharse. Ónix en cambio era un gatito pequeño traído del monte de San Luis Talpa, venía todo desnutrido y con apariencia de necesitar más. Ónix se quedó conmigo.
Durante tres años me siguió por todos lados aquel gatito negro de los montes. Pero había algo curioso en él, no dejaba de crecer. En poco tiempo se transformó en un enorme gato que al verlo de lejos parecía un perro grande, como una panterita. Era un gato hogareño, pero muy cariñoso. Casi siempre lo tenía junto a mí. Me mudaba a una casa, lo llevaba. Siempre estaba conmigo. Ónix me dio la lección de que un gato puede ser un amigo muy leal, pero yo no lo fui con él. Un día me fui definitivamente de casa y lo dejé, lo dejé con la promesa de volver por él cuando tuviera «las condiciones». En tanto, Ónix creo que me espero hasta donde pudo. Un día mi mamá pidió pizza a domicilio para comerla con mi hermana, y le dieron unos trozos de queso y jamón. Mi mamá y mi hermana sufrieron terribles indigestiones, y el pobre Ónix la muerte.
Me llamaron por teléfono al trabajo. Cuando me dijeron que había muerto, pensé que estaban diciéndome algo así para que me llevara el gato. Llegué a la casa, crédulo de irlo a recoger. Lo encontré hecho puñito en un rincón del patio, como si estuviera dormido sobre sus patas. No olvido esa sensación de la muerte que la comparo con el día que toqué las manos de mi abuelo fallecido, el cuerpo del gato estaba pesado como si el alma hiciera el cuerpo más ligero. Cavé un agujero cerca del limonero, y levanté con suavidad a mi amigo queriendo que al levantarlo despertara. Lo dejé en el agujero y me tardé en arrojar la tierra sobre él. Creo que albergaba esa corazonada o esperanza de verlo vivo de nuevo. A veces salgo al jardín y veo el limonero, recordando esos dos gatos que fueron mis primeros amigos felinos.