@renemartinezpi
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Uno de los conceptos sociológicos sobre el que han girado las relaciones entre ficción y realidad ha sido el de mundos posibles: “otra América Latina es posible” pretende enseñar la Venezuela de Chávez y la Bolivia de Evo. No obstante, sale han sido los escritores (no los sociólogos) los que han trabajado ese concepto desde su especificidad. Mientras en el ámbito de las ciencias sociales y la política la cuestión se centra en el tipo de enfoque (ontológico, prescription semántico, pragmático o corrupto) que hay que darle a la noción de mundo posible (sin salirse de este mundo), en la literatura los aportes se ubican en las relaciones que la ficción (retratada en mis demonios y en la cultura del diablo) tiene en la existencia humana. Para la sociología de la nostalgia que propongo en mis demonios, los mundos posibles son mundos alternos al mundo actual, los cuales son accesibles, en todos los casos, desde este último, pues en él se sientan sus bases históricas. En ese sentido la San Salvador de Dalton, el Londres de Dickens, la Misisipi de Twain, la Buenos Aires de Borges, la Lisboa de Saramago, la campiña de Salarrué son tan ficticias e irreales como Macondo o el París de Cortázar.
Pero, en términos sociológicos, los mundos posibles (la utopía social, para usar el concepto idóneo) no están contrapuestos al mundo actual, sino que son, más bien, mundos paralelos en proceso de destrucción-construcción y a la espera de figurar en el tiempo-espacio fáctico, con lo que se les da un estatuto ontológico en tanto son contextos del todo posibles, porque sus fronteras son políticas.
Tanto la actividad creadora (que algunos llaman poiesis), como la imitación de acciones (la mentada mímesis), son inseparables de una organización social del mundo, de una trama (mythos) de otra nación, los cuales son regulados en la práctica por dos criterios: conciencia y necesidad. La primera establece una línea fronteriza entre lo imaginativo y lo real (o, también, entre lo poético y lo histórico para crear un contexto poco explorado entre ciencias sociales y cultura); y la segunda actúa como premisa reguladora, en lo sociológico, de lo ficcional de paredes adentro y acaba trocándose en un soporte ontológico de lo verosímil en aquellos casos en que el mundo representado en la utopía parece alejarse para siempre de lo creíble o factible.
De esta forma, la ficción cumple una tarea indispensable para nuestra supervivencia: no solo nos ayuda a predecir nuestras reacciones en situaciones hipotéticas, sino que nos obliga a representarlas en nuestra mente —a repetirlas y reconstruirlas— y, a partir de allí, a entrever qué sentiríamos si las experimentáramos de verdad.
Una vez hecho esto, no tardamos en reconocernos en los demás, porque en alguna medida en ese momento ya somos los demás, ya somos los otros y somos nosotros. Otra dimensión de las relaciones entre verdad y ficción, entre realidad e imaginario -que, en gran medida, complementa y profundiza la anterior- es la comprensión de que la ficción permite al hombre profundizar en el conocimiento de sí mismo, alcanzar sus anhelos, sus utopías, evadirse de las circunstancias que condicionan su vida cotidiana tal cual es y tener acceso a experiencias del todo imposibles por otros conductos, como plantea Garrido. En esta línea se inscriben autores como García Márquez y Velásquez, para quienes el elemento añadido (Macondo o la cultura del diablo), esa fábula social y esa mentira que se agrega al mundo y a la vida para que ambos funcionen, pasa inexorablemente a formar parte de la realidad, porque se convierte en realidad al modificar el comportamiento. Es por eso que la ficcionalización de nuestra realidad particular y del mundo que nos es exterior sólo en los términos formales del imaginario social hace que ficción y realidad sean simultáneas y excluyentes en el mismo tiempo-espacio, dándonos a entender que lo que imaginamos es real (como la democracia, las elecciones, el combate de la corrupción, etc.) y está referido a algo que es igualmente real (la sociedad armoniosa de la que habla la burguesía), como si estuvieran hechos de la misma materia de nuestra experiencia, que, en el fondo, no es más que la misma materia de la que están hechos nuestros sueños.
Uno de los planteamientos con los que Thomas Khun (1962) dejó definitivamente zanjada la discusión entre objetividad y subjetividad en la investigación científica -y principalmente en la física teórica-, fue la idea de que el conocimiento científico corresponde a un tipo de representación epistemológicamente privilegiada que nos proporciona modelos verdaderos del mundo en tanto que corresponden a los hechos del mundo tal y como son ellos mismos, es decir, que sólo los modelos de la ciencia, independientes de nuestra subjetividad, poseen un conocimiento objetivo y verdadero de la realidad. Pero, la realidad misma se encarga de hacernos ver que estamos totalmente equivocados cuando ésta funciona sobre la base de negarse en nosotros mismos.
El planteamiento de Khun bien puede llevarse a la relación concreta entre ficción y realidad que produce-reproduce el ciudadano común y corriente como mecanismo de sobrevivencia bajo la forma de sentido común, bajo la forma de imaginario que le hace creer en situaciones que no existen, tal como la movilidad social o la existencia de una clase media. Con la tesis controvertida de que científicos con paradigmas distintos viven en mundos distintos (en mundos alternos), en mundos “inconmensurables”, Khun llamó la atención sobre algo que ya había planteado Nietzsche y en Ciencias Sociales había sido aplicado y sustentado –de alguna forma- por Max Weber, y que los científicos físico-experimentales se rehusaban a admitir: a que en “el mundo no hay hechos, solo interpretaciones”. Esto no es válido para las ciencias sociales, claro está, pero al ser válido para las personas se convierte en un objeto de estudio de éstas que, de alguna forma, ha de modificar sus constructos teóricos.
Así, al establecer que entre el tiempo-espacio interior de la subjetividad y el mundo exterior de la objetividad hay un “algo”, eso debe llevarnos a nuevos conceptos tales como el de la intersubjetividad y es en este espacio que media entre ambas donde se puede encontrar la razón de ser de la forma de pensar y actuar de la gente: la cultura del diablo de la hablaba Velásquez.
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