Por Mauricio Vallejo Márquez
Comencé a usar anteojos a los seis años. Tengo presente a los niños de mi salón de clases y del colegio llamándome “choco” y “cuatro ojos”. En aquellos tiempos era el único niño del salón que usaba espejuelos. Todo surgió gracias a que la profesora Margarita Pineda se dio cuenta que mis problemas de aprendizaje eran en realidad problemas visuales y le dijo a mi mamá que me llevaran al oftalmólogo. Y eso hizo.
Afortunadamente mi mamá era amiga del doctor Adriano Vilanova, quien con una evaluación constató que yo debía de usar lentes. El diagnóstico fue: miopía y astigmatismo. Escogí unos lentes de carey café oscuro y la modalidad Photogray, que le debe haber costado un sacrificio y medio a mi mamá. Pero ahí estaba, viendo por primera vez mi entorno.
El día que entregaron los lentes me llevó mi abuelita Finita, creo que junto a mi tío Luis Manuel. Y en el camino tuve mi primer sentimiento de que el mundo era mucho más grande de lo que creía. Me percaté que los vehículos tenían placas y en estas había números. Desde ese momento pude distinguir mejor las nubes, el rostro de las personas y la distancia.
Pero tener anteojos para un niño es algo complicado. En esa época solo había lentes de cristal, así que se me quebraban. Un año quebré más de tres pares de gafas. Por eso utilizaba una banda elástica para sujetarlos en mi cabeza. Pero a veces olvidaba ponérmelos y esos fueron los resultados. Mi mamá sentía que mis descuidos deterioraban nuestro menú, pero al final me los compraba. Creo que la única vez que pasé un tiempo sin los lentes fue cuando tenía unos catorce años que un muchacho, que no recuerdo su nombre, me puso la pierna para que me cayera en el parque. Aquel tropiezo no solo tuvo como consecuencia las risas de los demás. Mis lentes salieron volando y se hicieron innumerables trozos de cristal en la cancha de basquetbol. Aquella tragedia fue más amarga que las de mi niñez, aun cuando tenía el reclamo por el descuido de parte de mi mamá. Me costó regresar a casa por la inseguridad de no ver bien por el camino, pero un amigo me acompañó a casa. Y cuando pensé que estaba liberado escuché a mi padrastro decir que así me iba a quedar todo el año y le prohibió a mi mamá que me comprara unos nuevos. Aquello me golpeó. No sé cómo, pero decidí irme a la casa de mi familia paterna para buscar refugió, mi mamá Yuly estaba en los Estados Unidos, así que me quedé con Úrsula y Jaime. Mi abuelita Finita se enteró de la decisión que habían tomado y sabiendo que por mi avanzado grado de miopía casi no veía tomó un taxi y me fue a recoger. En un par de horas estábamos en la óptica y tras unos días volvía a ver. Mi abuelita tiene presente que al tener los lentes de nuevo dije: “el mundo es mío”.
Mi último par de lentes me los compró mi mamá Yuly en 2008. Desde entonces solo tuve un accidente por el 2012 cuando se me quebró un cristal y tuve que vivir sin mis lentes durante una semana, pero por fortuna tenía unos de graduación anterior que me ayudaban a que la cosa no fuera tan complicada.
Ahora que tengo algunos problemas para ver de cerca con los lentes y algunos puntos borrosos, lo cual espero que no sea de gravedad, estoy valorando hacerle una visita al oftalmólogo para ver si de nuevo mi mundo se expande y pueda decir otra vez: “el mundo es mío”.
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