Luis Armando González
A mis maestros
A mis alumnos y alumnas de siempre
A mis colegas
La celebración del día del maestro, me llevó a reflexionar sobre lo que significa para mí ser un profesor. Esa reflexión me hizo caer en la cuenta que en marzo pasado, cumplí treinta años de dar clases en el nivel universitario. Depende desde dónde se vea, eso es poco o mucho. Desde mi propia visión, se trata de casi la mitad de los años que tengo de existir, lo cual quiere decir que soy un veterano en el ejercicio docente, sin que ello suponga que no me ponga ansioso y nervioso –como la primera vez— al inicio de cada curso.
Pese a lo engañosa que es la memoria, tengo bastante claro el recuerdo de mis inicios como profesor universitario, en marzo de 1989. La materia era “Filosofía I” para Economía, que el P. Ignacio Ellacuría me había asignado –según me decía en la nota escrita que me envió— para “probarme” en mi primera experiencia como profesor. “Después –añadía, según recuerdo— iremos profundizando en tus responsabilidades”. Al final del ciclo I de ese año, me hizo llegar la evaluación de los estudiantes, con una nota de 8.75 (o algo así), diciéndome que estaba bien para comenzar y que me animaba a seguir en la senda de la enseñanza, pero tenía que hablar más despacio.
Fue esa mi primera experiencia –extraordinaria e inolvidable— en un aula universitaria. Otras muchas siguieron a aquella, tanto en el nivel de licenciatura como de maestría.
Cada clase que he dado desde entonces, ha sido la confirmación de aquello que sentí ante ese grupo de estudiantes ante los que me estrenaba como profesor: emoción, orgullo, pasión, nerviosismo y ansias de comunicar ideas, que en mi intención, debían servir a mis estudiantes para ordenar las suyas, pensar lógicamente, mirar las dinámicas y complejidad de la realidad.
Cuando estudiaba noveno grado, allá por 1979, me hice el propósito de convertirme en educador popular, trabajando en la educación de campesinos y obreros. Sin ser precoz, sino todo lo contrario, leía cuanto podía –desde los libros de Paulo Freire, hasta los manuales de materialismo dialéctico de la Academia Ciencias de la URSS— para convertirme en un profesor en las zonas campesinas en las que los tambores de la guerra ya se hacían sentir. Este sueño lo he cumplido parcialmente pues, además de ser profesor universitario, he tenido el privilegio de impartir cursos de educación popular –poniendo el mismo empeño que en las clases para universitarios— en Chalatenango, Morazán, Ahuachapán, San Vicente, Usulután y San Salvador, experiencias en las cuales he compartido con campesinos, obreros, docentes, religiosas, mujeres, hombres, jóvenes y adultos.
No tengo idea de cuántos cursos universitarios y de educación popular he impartido desde 1989, hasta el día de ahora. Tampoco la cantidad de personas que me han honrado escuchando y debatiendo mis planteamientos. Son muchas; su afecto y agradecimiento estarán siempre conmigo.
En mis casi veintidós años en la UCA –universidad en la cual inicié en marzo de 1989 mi ejercicio docente— descubrí la pasión por el conocimiento y también encontré mi vocación como profesor. Otras universidades me abrieron las puertas, cuando dejé de trabajar en la UCA en 2008, en ellas ha seguido realizando mi sueño de enseñar. Especial mención merecen, en primer lugar, la Universidad Gerardo Barrios, de San Miguel, que siempre me ha acogido como uno de los suyos, por otro, la Universidad Nacional de El Salvador, que me ha abierto las puertas, en su Facultad Multidisciplinaria de Occidente y en su Sede Central, para que siga siendo eso que para mí es lo más importante: ser un profesor.
No siempre (o casi nunca, desde que comencé mi vida laboral formal en 1986) me he dedicado exclusivamente a la docencia. Otras tareas han ocupado, por lo general, mi atención, tiempo y esfuerzo. Sin embargo, siempre he buscado la forma de dedicar un tiempo para dar clases, no solo porque me apasiona o porque lo considere un derecho, sino porque -antes que nada- lo considero un deber mío para con la sociedad salvadoreña. Eso lo aprendí del P. Ellacuría y lo mantengo como algo firme e innegociable: enseñar es un deber para todos aquellos que hemos tenido el privilegio de hacer del cultivo del conocimiento algo esencial en nuestra vida.
Para hacerlo con decencia hay que hacer una apuesta por la búsqueda de verdad, con honestidad y conciencia de que nuestra ignorancia es mayor que aquello que sabemos, sin perder de vista nuestros vicios y debilidades. No puedo dejar de recordar las palabras de uno de mis maestros a través de los libros, Karl R. Popper, quien dijo:
“En la noción de la ortodoxia y de la herejía se encuentran ocultos los más nimios vicios; esos vicios a los que somos particularmente propensos los intelectuales: arrogancia, ergotismo, pedantería, vanidad intelectual… Nuevamente eran y somos nosotros intelectuales quienes, por cobardía, por fatuidad, por ambición, hemos hecho las cosas más terribles. Nosotros, los que tenemos una obligación especial frente a aquellos que no pudieron estudiar, somos los traidores del espíritu, como nos ha denominado el gran ilustrado francés Julien Benda”.
Mi batalla como docente ha sido no ser un “traidor del espíritu”. Cuando no he sido fiel a ese objetivo, la desazón se ha hecho presente en mi conciencia; cuando lo he sido, por lo menos de manera aproximada, me he sentido recompensado en mis empeños.
Sin embargo, los yerros, más que los aciertos, han sido un acicate para tratar de seguir mejorando en un quehacer que es el que mejor me define. Nada me honra más que mis alumnos o cualquier otra persona, me llame “profesor” pues, aunque me desempeñe en otras actividades profesionales, ninguna marca tanto mis valores, sueños y felicidad como la actividad de enseñar. Desde mi punto de vista, no hay sacrificio ni heroísmo en el ejercicio docente. No pienso que los profesores seamos merecedores de premios o reconocimientos especiales. Sin embargo, sí creo la sociedad debe escuchar hablar más de quienes ni somos delincuentes ni hacemos un mal a quienes nos rodean, sino todo lo contrario.
En tiempos en los cuales lo negativo inunda los espacios mediáticos y las conversaciones en las plazas, las calles y los hogares, no estaría nada mal hablar de cosas positivas. No estaría mal hablar de quienes tienen como meta fundamental no hacer daño a los demás –o hacerse ricos o a vivir en la abundancia— sino enseñar, a otros, conocimientos y metodologías, a ser personas razonables y decentes.
De todos los colegas profesores que conozco ninguno es rico o vive en la abundancia. No por falta de talento o de ambición, sino porque optaron por una profesión que no da acceso a la riqueza o a la abundancia. Algunos de mis colegas -una mayoría- tienen enormes dificultades para vivir dignamente, dados los magros ingresos que reciben al ser contratados bajo la modalidad de la “hora clase”. Me parte el alma ver como son maltratados los depositarios y transmisores de nuestro mejor capital cultural. Otros, los menos, han tenido (y tienen) la suerte de vivir en unas condiciones decentes, lo cual han conseguido a costa de duros años de trabajo. En cada uno de mis colegas, hay trayectorias de vida fraguadas a partir del esfuerzo por prepararse, con renuncias a la familia, al descanso o la diversión. Hay también un enorme amor al conocimiento y un compromiso indoblegable por enseñar a otros aquello que ellos han aprendido en su propia formación. Cuando un profesor, como es mi caso, llega a los treinta años (o más) enseñando es casi imposible que lo conseguido le haya caído del cielo o alguien se lo haya regalado.
Lo logrado no puede ser si no fruto de un trabajo largo y sostenido en el tiempo. Un trabajo honorable y positivo para la sociedad. Ese es el trabajo que realizamos mis colegas profesores y yo. Me honro de pertenecer, junto con ellos a un colectivo, que está animado por el amor al conocimiento, la pasión por enseñar y la conciencia de que la razón es una de las claves para una convivencia pacífica.