Oscar A. Fernández O.
La violencia social surge de la ruptura o desajuste del orden social, check es decir, buy cialis de cambios sociales acelerados que derivan de la expansión de modernas formas de explotación del capitalismo y la urbanización, dónde paulatinamente se disuelven los mecanismos tradicionales de convivencia social y generan una brecha entre las aspiraciones y los medios, social y culturalmente aceptados para hacer realidad esas aspiraciones). La exclusión, fenómeno resultante de la ruptura de los lazos sociales, lleva al sufrimiento, a borrar el mismo sentido de la existencia, al descreimiento, a la apatía, a la indiferencia. Así, la exclusión destroza las posibilidades de singularización, de ser cada sujeto gestado desde su propio deseo. Todos, condimentos que harán insustentable cualquier marco de convivencia democrática y sin duda desatarán ofuscación y violencia. (Martínez, 1990).
Mientras que para Marx y Engels, la característica que define a las sociedades modernas es la lucha de clases en un modo de producción capitalista, Emile Durkheim considera que el principal rasgo de la sociedad moderna es la agudización de un proceso de diferenciación social, que, al multiplicar los roles y funciones sociales, aumenta la complejidad social, dando lugar a una época que siente y describe como ‘de crisis y anomia’.
La actual cultura posmoderna que trastoca nuestros valores tradicionales, exacerba esta tendencia al arrebato, a la ansiedad, a la agresividad y a la violencia, de la mano de las tecnologías y los medios de comunicación, que a su vez instaurarán el arquetipo de la aceleración: realidades virtuales, juegos de guerra, comunicaciones instantáneas, vehículos vertiginosos. Corresponde a la era de la evasión, de lo instantáneo como sinónimo de eficaz, de las primicias, de la histeria y el nerviosismo absoluto por abarcar el todo, por consumir y producir hechos, tecnologías y signos.
La posmodernidad ha generado diversos efectos en nuestras sociedades actuales. Uno de ellos, y quizás el más preocupante sociológicamente hablando, es la ruptura del lazo social y el resurgimiento de la anomia en los sujetos. El capitalismo y los neoliberalismos implementados en América Latina han arrojado cifras para nada alentadoras y, mientras son cada vez menos los exitosos de este sistema económico-político, crecen los menos favorecidos, aquellos que no encuentran lugares donde insertarse y que terminan convirtiéndose en “los otros”, en los que generan temor y a quienes hay que “combatir” (Bonavitta, 2010).
En El Salvador, como mejor respuesta a los graves problemas de convivencia social que afrontamos, la tendencia de un sistema político de orígenes autoritarios, es la de continuar aplicando los “remedios” del derecho penal tradicional, fundado en el carácter de la razón de Estado por encima de la razón humana. A mediados del siglo XVIII, los reformadores del sistema penal antiguo iniciaban una polémica que aquí está lejos de resolverse. Cesare Beccaria, en su célebre tratado De los delitos y de las penas (1764), ya sostenía que “es mejor evitar los delitos que castigarlos”. No obstante esta filosofía reformista no es tomada en cuenta por sus detractores ultraconservadores. ¿Qué es preferible entonces? ¿Un sistema penal más severo, restrictivo y punitivo o una prevención organizada y más extensiva en la sociedad?
Reprimir, según la concepción medieval que priva en la mayoría de los políticos salvadoreños, es la solución adecuada sin embargo, la realidad actual tiene una lectura de conflictividad e impunidad muy alejada de esa pretensión. En ese sentido, la represión, entendida como el conjunto de mecanismos dirigidos al control y la sanción de conductas “desviadas” en el orden ideológico, político, social o moral, aparece como un concepto muy cercano a la noción de violencia política. (González Calleja-2006.La violencia social y la criminalidad en nuestro país, han escalado límites nunca antes pensados que ya adoptan formas de desestabilización tanto o más complejas que la guerra misma. Así, crimen y condiciones sociales están inter-conectadas, pero no son automáticamente causa-efecto, es decir mejorando las condiciones sociales no se termina automáticamente el problema de la criminalidad.
En una perspectiva más amplia, a la base de la estructura del agravamiento del conflicto social y el crimen se encuentran como lo hemos demostrado en varias ocasiones, en la imposición de un modelo que reduce las obligaciones del Estado ante la sociedad, incrementa la desigualdad entre los seres humanos y eleva el nivel de vida frente a la pérdida de la capacidad adquisitiva mínima del ciudadano. Se ha comprobado que las tasas de criminalidad son más elevadas en las sociedades donde la riqueza se acumula en pocas manos y donde existen sentimientos de privación y frustración en el pueblo (I. Waller. 1997) .
Hay pues sin duda, una elevada necesidad de seguridad y demanda de justicia equitativa, pero las políticas conservadoras siguen siendo, a pesar de reiterados fracasos, más policías, más severidad en la pena y más cárcel lo cual vuelve la justicia lenta y pesada, indulgente con el poder y severa con el despojado. Si tenemos en cuenta que las políticas penales y de seguridad se elaboran a conveniencia de la gran empresa privada, el sistema penal adopta poses de una verdadera venganza clase. Así, la consolidación del aparato policial responde a la necesidad de reprimir el crimen y los conflictos sociales, derivada de un sistema penal castigador que convierte al Estado en el verdugo social y a la Policía en un aparato diseñado para aplicar predominante la fuerza.
La necesidad social actual se perfila en dirección de solucionar los conflictos por la vía del entendimiento y la justicia, en función de prevenir la comisión de delitos. Para ello es necesario rediseñar la PNC en función de estos objetivos, dándole el carácter de “servicio público”, lo que la obliga a proteger los derechos humanos y civiles de los ciudadanos. Al mismo tiempo, se le reafirma a la policía el deber de descubrir la mayor cantidad posible de los delitos cometidos, a fin de que un sistema de justicia penal civilizada, equitativa y eficaz cumpla con su obligación de mantener la criminalidad en los límites socialmente tolerables.
La no comprensión de la dialéctica prevención-coerción, no es solo resultado del fracaso de un sistema penal que ha confiado exclusivamente en la represión, sino que es la contradicción inherente al proceso social, desde su misma aparición. Por tanto, debemos reconocer explícitamente el fracaso del actual sistema represivo. (J. Curbet 1983). En este contexto, se hacen cada vez más urgentes los esfuerzos por desentrañar la complejidad de los problemas de inseguridad, reducidos en muchos casos a problemas policiales, debido a la presión social por soluciones prácticas e inmediatas. Antes que la comprensión del problema, lo que prima frecuentemente es su administración, es decir, su regulación y encausamiento a través de medidas como la producción (muchas veces ingenua) de datos estadísticos y, sobre todo, de indicadores como acción prioritaria para “controlar la violencia”. Es en el terreno de las desigualdades sociales, la pobreza extrema y la marginación, es dónde se establece un escenario en el que se juegan la mayoría de los dramas familiares, de la escuela y la vecindad. Un joven que ha sido descuidado y maltratado en su familia, que tiene problemas de conflictividad en la escuela o que en su barrio es acercado a las pandillas, pronto será un delincuente, ya que las ocasiones son fáciles y numerosas y las mafias “de alto nivel” están al acecho. La prevención del delito debe reunir a los funcionarios públicos encargados de los servicios fundamentales (trabajo, vivienda y urbanismo, salud, educación, agua, energía, etc.), a la policía y a la justicia para poder enfrentar situaciones que conducen a la delincuencia. Los municipios y las comunidades también ocupan una posición estratégica para influir sobre las causas de la criminalidad, con el apoyo financiero y técnico de otras instancias gubernamentales y de las organizaciones internacionales. Los funcionarios en todos los niveles (estatales y locales) deben utilizar su autoridad política y asumir la responsabilidad en la lucha contra la violencia desatada.
Debemos realizar una discusión sincera, alejándola de los oportunismos políticos para no caer en falsas opciones. Debemos recordar siempre que este es un tronco donde todos estamos apoyados siendo responsabilidad del conjunto social, pero sobre todo de los decisores políticos, la racionalidad de las respuestas, ubicándolas en la línea del desescalamiento de la violencia, desde sus causas hasta sus efectos.
Sin este compromiso real, nuestra confianza en la comunidad, la calidad de vida de nuestros ciudadanos sobre todo en las ciudades y los derechos de la gente, seguirán siendo vulnerados cada vez con mayor frecuencia y profundidad. Así mismo, mientras no se diferencien los niveles y categorías del crimen y se determinen estrategias y operaciones diferenciadas para hacerles frente, la violencia generalizada y el crimen organizado enquistado en el poder, seguirá pervirtiendo nuestras repúblicas.