MOLDEANDO NUBES

por Mauricio Vallejo Márquez

Mis abuelos paternos querían construir una segunda planta en su casa. Mientras era pequeño veía como crecía la obra, pero un día dejaron de construir y esa parte de la casa se convirtió en terraza donde Úrsula tendía la ropa. En cambio para mí era el lugar perfecto para ver el cerro San Jacinto y para contar nubes. El sólo hecho de ver la calle desde ahí era aprender que existen otras perspectivas.
Veía a la gente andar, venir desde la amplia cuesta de la Calle México en la Santa Clara, ver pasar la ruta 22 y subir como si fuera una montaña rusa. Esa subida me encantaba.
Tengo ocho años de no pasar por ahí, de no ver los muros con hiedra y las maguen Dawid que mi abuelo había diseñado en el portón y en los muros, pero sigue siendo una casa que recuerdo bien de mi niñez. Tenía tres patios, no muy grandes, en los que jugué y veía a mi abuela procurando elaborar jardines, con su palita removiendo la tierra, mezclándola. Ese jardín tenía su encanto, pero a mí me agradaba más estar en la terraza. Sin embargo, estaba prohibido.
Se subía a ella por una escalera de aluminio que se inclinaban los peldaños por el peso. Úrsula la subía con destreza, igual que Jaime. Y yo… también. Cada vez que se daba la oportunidad y nadie me veía, subía.
Y arriba volvía a moldear nubes, a ver historias en ellas, a ver los zopilotes en la distancia llevando sostenido su vuelo como si pretendieran recoger el azul sin lograrlo. Veía las palomas en vuelo y bajar y quedarse un segundo entre piedrecitas y migas de pan. Y veía pasar las desbandada de pericos antes del atardecer, llenando de sus voces todo, incluso sobrevolando arriba de mí, muy cerca.
Quizá por eso siempre me fascinó la altura, porque el mundo del cielo daba tanto que hablar, que ver, que decir. Así empezó esa afición de niño de subir para ver el volcán en toda su dimensión, ver tantas cosas, el simple pasar de las nubes, los arreboles del cielo, la línea efímera del vuelo de los pájaros. Simplemente  ver la inmensidad que nos estaba prohibida y que siempre estaba ahí, esperándonos con generosidad.
Ahora las terrazas las veo con más serenidad, pero recuerdo esas tardes, esas noches y veo que esa dimensión sigue creciendo y volviéndose más hermosa mientras pasan los años.

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