Jorge Vargas Méndez*
[email protected]
“Andate ya, here Jorge, sovaldi sale está oscureciendo y está peligroso”, remedy me dijo ese día con su voz pausada y paternal, una de las personas que más influirían en mi vida. En realidad, no utilizaba ese nombre para referirse a mí sino el mismo que utilizaba la comunidad católica a la que entonces pertenecía y que también era usado por mi familia. Me despedí de él, y sus últimas palabras fueron: “Si ves a Roberto le decís que quiero platicar con él, que me busque”. Me acompañó hasta la puerta, lo abracé con ternura y respeto, él me echó su brazo sobre los hombros y me fui por las calles dominadas por el bullicio de una sirena que nunca supe si era de ambulancia o de un vehículo aterrador de la Policía Nacional. El sol, con sus rayos de naranja herida, se perdía moribundo por el volcán de San Salvador.
Esa vez había conversado con él sobre mis inquietudes, los temores y opciones de un joven que habitaba un país donde cada día aparecían cadáveres en calles y basureros, y donde desaparecían muchas personas de la noche a la mañana. Yo, le hablé de mis quimeras, de mi resistencia y mi esperanza; es decir, ya era poeta, pero aún no escribía, como bien apuntó el gran poeta chileno Pablo Neruda. Él, por su parte, me habló sobre la Mano Blanca que amenazaba su puerta y que, pese a ello, como auténtico romero, continuaría con su cayado sin claudicar predicando el evangelio y condenando la injusticia, el crimen contra el pueblo; es decir, ya era un Santo, pero él no lo sabía. Fue ese día que recibí los consejos que definieron mis futuros días y que postergaron mi incorporación a un proceso que aún no para: la búsqueda de una sociedad más justa y humana. Pero también fue ese día que le escuché una de sus frases más proféticas. “Monseñor, ¿por qué no sale del país mientras se investigan esas amenazas?”, le dije. “No, hijo –dijo obviando el diminutivo con el que me llamaba acostumbradamente–. Un pastor nunca abandona a sus ovejas”. Y enseguida, mientras caminaba pausadamente haciendo círculos en la pequeña sala, pronuncio su frase lapidaria: “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”. Y eso se ha cumplido, era un profeta. No hay duda.
Por esos mismos días también llegaron las amenazas de muerte a las puertas del grupo de catequistas. La final del torneo de fútbol, en el que participábamos a través del C.D. Estrella de Ciudad Delgado, se aproximaba. Teníamos que salir a la cancha llegada la fecha y eso nos ponía a la vista de los criminales. Un amigo árbitro se me acercó momentos antes del partido y me dijo: “Ahí andan unos hombres armados preguntando por usted. Yo digo que mejor no juegue. Váyase. Lo mismo le he dicho a Roberto Obando”.
Roberto se me acercó en el camerino. Estaba tranquilo, aunque ya estaba advertido también por la misma persona. “Dice Monseñor Romero que quiere hablar con vos, que lo busqués”, le dije. “Mañana mismo lo busco”, me contestó Roberto. Y luego cambiando de tema, agregó: “Cuando estemos en la cancha no perdás de vista a esos policías de civil que andan por ahí. No les des la espalda para nada, aunque metás un autogol y perdamos el campeonato”. Se carcajeó. Pero al final no pasó nada. Eso sí, ganamos el campeonato. Roberto se reunió al día siguiente con quien pronto será formalmente San Romero de América.
A los pocos días, acaso dos o tres semanas después, me sacudió de súbito la noticia del magnicidio. Eran entre las 6:00 y las 7:00 pm cuando de pronto apareció en la puerta del aula el propio director del Instituto Nacional Nocturno “Gral. Manuel José Arce”, el profesor José Mauricio Flores, quien días después fue asesinado en el parqueo del colegio donde trabajaba durante el día. Lucía sobresaltado con un radio a transistores pegado a su oreja, y tras interrumpir la clase de Historia Universal y disculparse con el profesor, me dijo: “Vargas Méndez… una mala noticia”. Yo me puse nervioso y mi cuerpo comenzó a temblar. Entonces agregó: “Acaban de asesinar a Monseñor Romero. Calmate, calmate. Pero es mejor que te vayás ya. Tené cuidado”. Para entonces, la noche dominaba con su manto oscuro la ciudad, y otra vez sonaban las sirenas a lo lejos mientras en las calles rondaban los sicarios con sus hierros encendidos de odio.
Fui una y otra vez a ver su cuerpo yacente en el interior de la Basílica del Sagrado Corazón. Y el día de las exequias también me hice presente a la entrada de Catedral. Se me habían “pegado” dos niños de las “multis” de Zacamil, quienes ilusamente querían darle el último adiós al Pastor mártir. Nos ubicamos al extremo derecho de las gradas. Está claro que si yo hubiera sabido qué iba a suceder esa mañana no los habría llevado, aun contando con el consentimiento de sus familias. Probablemente no hubiéramos salido ilesos e incluso con vida de aquella caótica marea humana, que se creó cuando comenzaron a caer los disparos desde los edificios aledaños a Catedral. Pero una mano hermana saltó de entre los cuerpos que caían sobre las gradas y me lanzó al suelo, junto a los cipotes que me acompañaban. Agitado, me regañó por haberlos llevado. Me dio unas instrucciones mientras estábamos sobre el piso y me dijo: “A mi señal, salen arrastrándose en esa dirección, no levanten la cabeza”. Y así fue. Nos alejamos, no sin mucha dificultad entre cuerpos humanos y muchos zapatos que empezaban a apilarse y que la gente abandonó bajo aquel tiroteo ordenado por el Estado. Aquella mano que apareció en el momento más oportuno era la de Roberto Obando Mejía, quien ya no se llamaba así. Se llamaba Mardoqueo después de haberse reunido con San Romero de América y luego haberse confesado.
Así te recuerdo y recuerdo aquellos días, Monseñor. Y quiero decirte que las profecías que hiciste respecto a mí aquella tarde, inexplicablemente se están cumpliendo; pero también se cumplieron las que hiciste sobre tu vocación de pastor comprometido: ¡Resucitaste en el pueblo salvadoreño! ¡Bienvenido sea el tiempo sucesivo!
*Poeta, escritor, integrante del Foro de Intelectuales de El Salvador.