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Monseñor Romero: símbolo de rebeldía

Luis Armando González

Este próximo 24 de marzo se cumplirán 45 años del asesinato de Monseñor Óscar Arnulfo Romero.  Ha transcurrido casi medio siglo desde aquella tarde de marzo de 1980 cuando la noticia de tan trágico magnicidio llegó a mis oídos.  Una sensación de orfandad y de indefensión se apoderó de mí, y no fui el único que se sentía así. Amplios sectores sociales –sobre los que en los meses y años siguientes se desataría una cruel represión— quedaron sin la voz que les daba voz, sin el líder espiritual que se hacía cargo de sus problemas y los acompañaba en su sufrimiento y resistencia.

He reflexionado una y otra vez sobre el significado de Mons. Romero en mi vida. Mi moral personal y cívica –no me refiero a moralinas de ningún tipo— debe mucho a este buen hombre, a quien en alguna ocasión –creo que algún semanario Proceso de la UCA está recogida mi valoración— califiqué, junto con Mons. Luis Chávez y González y Mons. Arturo Rivera Damas, de un auténtico patriota.  A mis 18 años –esa era mi edad cuando me tomé en serio no sólo a Monseñor Romero, sino a los graves problemas del país en el que nací— me impactó, ahora lo sé bien, su rebeldía. Y una canción que me emociona –por bella y expresiva— es “Símbolo de rebeldía”, del compositor salvadoreño Alvar Castillo, la cual no me resisto a trascribir:

 

“Símbolo de rebeldía
fue tu manera de amar.
Serás por siempre profeta,
guía de la Libertad.

En estos tiempos de guerra
tu valentía orientó
la esperanza justiciera
gritando liberación.

(coro) Monseñor vives hoy
en el corazón
del pueblo que tanto te amó.
Monseñor tu verdad
nos hace marchar
a la victoria final.

Hoy tus palabras sencillas
denuncian la realidad;
marcan con sangre al tirano,
llaman al pueblo a luchar.

No podrá callar tu ejemplo
el imperio del dolor.
Tu sangre será la vida,
el renacer del amor.

(coro) Monseñor vives hoy
en el corazón
del pueblo que tanto te amó.
Monseñor tu verdad
nos hace marchar
a la victoria final”.

 

Sin duda, Monseñor Romero fue un símbolo de rebeldía para ese muchacho rebelde que era yo en 1979. Sí, rebelde ante un contexto nacional que se me revelaba plagado de abusos de autoridad, exclusiones, pobreza y violencia. Rebelde también en el seno familiar, ante formas de ver la vida y hábitos que, aunque aceptados por mis padres y hermanos mayores, yo no estaba dispuesto a aceptar. Desde aquellos años juveniles se forjó en mi interior un sentido de resistencia mental –traducida en algunos de mis hábitos más arraigados— ante abusos que, afectando inicialmente a otros, podían cernirse sobre mis seres queridos y sobre mí mismo. Asimismo, soy renuente a entusiasmarme por un “logro” (real o de cartón) proclamado por los poderes públicos, cuando ello forma parte de todo mayor que refleja deterioro social, político, económico o cultural.

También me es propia una resistencia casi instintiva a avalar simbolismos, frases o eslóganes que, generados en los círculos de poder político y económico, están pensados para que, con ellos, todos –incluidos los críticos—  den por ciertos los contenidos ideológicos de esos simbolismos, frases y eslóganes. La contracara de esa resistencia es, así lo creo, la lectura reflexiva y el respeto por el uso de las palabras y el lenguaje. Las fórmulas huecas, altisonantes o con significados difusos –como “ciudadanía digital”, “educación digital”, “24/7” o equivalentes— me hacen sospechar de una manipulación en ciernes.

Un ejemplo de lo anterior es mi rechazo a la frase “conflicto armado” y mi defensa (y uso) de la expresión “guerra civil”, que es la apropiada para referirse a la tragedia salvadoreña del periodo 1981-1992. Cuando leo sobre iniciativas para reparar el daño causado a personas que perdieron la vida en esa época –un caso emblemático, entre otros, es el de los periodistas holandeses asesinados en 1982— me quedo atónito cuando quienes promueven esas iniciativas usan “conflicto armado” y no “guerra civil”. Pienso que una parte importante de la reparación radica en el uso correcto de las palabras para calificar el contexto en el que se dieron tales atropellos a la dignidad humana.

Como quiera que sea, la rebeldía, juvenil y no sólo juvenil, está –en la actualidad— de capa caída, hasta casi desfallecer. Distintos gobiernos, en distintos lugares, la han anulado jurídicamente, con las consecuencias que ello tiene en las dinámicas familiares, educativas, de interacción social y de madurez personal.  Pero es un error creer que la rebeldía ha desfallecido a causa de decisiones gubernamentales; quizás sea mejor decir que estas decisiones han coronado un proceso de desfallecimiento de la rebeldía que se inició, por poner una década de partida, en los años noventa del siglo XX.

A partir de ese momento, las transformaciones económicas, políticas, culturales y tecnológicas que se gestaban fueron dando lugar a una infantilización creciente de la población joven que, a su vez, cuando le llegó el turno de ser padres y madres, insertaron a sus hijos e hijas en la lógica infantilizada que se extendía en los ambientes familiares, comunitarios, educativos, religiosos y mediáticos. La población joven que en los años noventa transitaba hacia el infantilismo lo hizo de la mano, paradójicamente, de quienes (papá, mamá, hermanos mayores, profesores, sacerdotes, comunicadores, dirigentes políticos) habían fraguado su vida, su educación y sus compromisos políticos desde la rebeldía. Por moda, débiles convicciones, ambiciones o cansancio –o vaya uno a saber por qué— se pusieron a tono con el oleaje infantilizador, catapultado, primero, por los temores a la inseguridad (real y ficticia); y, después, por la nociva combinación de teléfono celular, Internet y redes sociales.

El cuido excesivo, hasta el ahogamiento, de los padres hacia los hijos se convirtió en normal; el papá y la mamá “amigos” de los hijos floreció sin recato; la pérdida de autonomía, responsabilidad personal y capacidad para la asunción de riesgos –requisitos esenciales para una vida real, en el mundo real— se afianzó como lo ideal. Estas dinámicas corrieron a cargo de padres y madres de la primera generación infantilizada, para quienes estar atados al teléfono celular, con sus hijos e hijas –no conversar entre sí, no salir a la calle sin compañía, no hablar con desconocidos y no padecer percances— se hizo de lo más normal y deseable.

Cualquier eventualidad contraria a sus expectativas –cruzarse en la calle con un desconocido, el susurro de los árboles en la noche o tropezarse y rasparse un codo— se convirtió en crisis. Y esto fue incentivado por la filosofía constructivista-postmoderna que enseñó a la gente que la realidad no importa, sino como cada uno siente, interpreta y construye “su” realidad. El dar prioridad al “cómo se siente” la persona –especialmente, si es joven— desplazó la atención de los problemas reales a las vivencias de cada cual; como resultado de ello, el subjetivismo relativista y el “depende del punto de vista” echaron raíces en las prácticas sociales, desde las relaciones familiares hasta la educación y el trabajo. Una hipersensibilidad a flor de piel, que se desata con palabras o gestos que no gustan –y que subjetivamente se leen como fuente de un daño irreparable—, no es la mejor condición para asumir los riesgos de la rebeldía.

Cuando, en distintos lugares del mundo, algunos gobernantes se han pronunciado, y dictaminado, en contra de distintas facetas de la rebeldía, lo único que han hecho es consumar algo que ya se había gestado en sus sociedades. De ahí, la actitud de aquiescencia masiva ante esas decisiones: esos gobernantes hacen lo que amplios sectores sociales desean que hagan.

Se es aquiescente con la anulación de la rebeldía real, de esa que desafía a los poderes públicos y empresariales cuando abusan de la dignidad popular.  Esta rebeldía, y el pensamiento crítico que le es consustancial, no es tolerada. Se tolera la pseudo rebeldía. Esa que, en sus distintas manifestaciones, es funcional al orden establecido.

En fin, a 45 años del asesinato de Mons. Romero, el país que le fue tan querido ha perdido la vocación rebelde que se encarnó en él de manera tan ejemplar. Creo que no le sería fácil ser un buen pastor o quién sabe; quizás su voz y su autoridad moral darían la sacudida necesaria a quienes han –hemos— renunciado a la rebeldía a cambio de una seguridad plagada de amenazas.

San Salvador, 18 de marzo de 2025

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