René Martínez Pineda *
Quien, por ignorancia o ideología reaccionaria, crea que escribir ensayos sobre Monseñor Romero o que hacer una interpretación sociológica de sus homilías, pastorales e incendiarias, es algo religioso, no sabe lo que es la teoría social; no sabe lo que es la hermenéutica de la conciencia; no conoce el compromiso de carne y hueso del que habló Marx bajo los efectos del opio popular de la conciencia. Paradójico y certero: Monseñor Romero reescribe la Biblia, sin citas a pie de página ni formatos tiranos, desde la cotidianidad de su pueblo, cuyo clamor tumultuoso subió hasta el cielo exigiendo justicia y el cese de la represión. Dios fue, para él, la metáfora cultural y política de la revolución social como revelación individual; fue la revolución escrita en el código pedestre del plato vacío visto desde el púlpito sacramental; fue una metáfora ineludible que usó como buena nueva para unir a las masas, por eso no se puede explicar el ascenso y efervescencia del movimiento social sin la variable Monseñor Romero, quien es una singularidad sociológica que no tiene causa inmediata ni necesaria, pero que tuvo y tiene mil efectos mediatos.
Estudiar a Monseñor como un líder religioso, o como un santo de estampita es, simplemente, caer en el pensamiento mecánico, es reducirlo o confinarlo en la iglesia cuyos muros él derrumbó para reconstruirla completa al doceavo año como alegoría inclusiva de los doce discípulos y de cualquiera de los doce meses en que hemos nacido para descubrir para qué hemos nacido.
Monseñor Romero es una singularidad sociológica; un liderazgo carismático que está presente en el tiempo-espacio de la lucha revolucionaria; un liderazgo que, como militante del tiempo, no se puede evadir ni minimizar en la comprensión del movimiento social que llegó a ser -por masivo y combativo- el más importante de América Latina en los 80. En otras palabras: si queremos comprender cuándo, cómo y por qué se formaron las condiciones subjetivas para que la gente se organizara para luchar contra la dictadura militar, debemos analizar el papel de pregonero de la conciencia en el que se convirtió Monseñor (la voz de los sin voz), pues su mensaje llegaba a millones de personas como orden moral que erizaba la piel y la voluntad social. Cuando en su homilía del 5 de agosto de 1979, Monseñor dijo: “Dios no quiere la dispersión. Dios también se cuidará de amparar la justicia de las reivindicaciones de las organizaciones que tienen derecho a organizarse para defenderse mutuamente en sus derechos”, estaba haciendo un llamado a la unidad viviente de las organizaciones populares, unidad que se concretó en la Coordinadora Revolucionaria de Masas –CRM- que realizó la manifestación más grande de nuestra historia, el 10 de enero de 1980.
En esa homilía agregó unas ideas que vincularon, de forma irreversible en la coyuntura, la religión con la lucha popular, lo divino con lo mundano: “Dios también aprueba el sindicalismo. Dios quiere al hombre unido. Dios quiere -como ha dicho el Papa- que también al campesino se le facilite el acuerparse con otros campesinos y no disgregarlo para que sea una masa explotable fácilmente”. De nuevo, hallamos en sus ideas la noción de Dios como metáfora de la revolución social. Por eso Monseñor Romero, haciendo uso del discurso religioso, hacía énfasis en que “Dios es el Dios de nuestro pueblo, el que va con nuestros signos, el que va con nuestras guerras y nuestras luchas, el que va con el pueblo en sus justas reivindicaciones”.
Como singularidad sociológica, Monseñor fue el referente de la organización popular que trasciende al tiempo histórico de los 70; fue una readecuación acertada de la noción de liderazgo hecha desde la práctica del líder humilde y brillante cuya preocupación principal fue la organización del pueblo, pues eso era, según él, la única forma de encontrar la vida eterna, de estar libre de pecados, de ser salvos en el paraíso prometido de la justicia social. En la homilía del 16 de septiembre de 1979 dijo: “Yo quisiera hacer aquí un llamamiento a los queridos cristianos: no les está prohibido organizarse, es un derecho, y en ciertos momentos como hoy (de una cruenta y masiva represión) es también un deber, porque las reivindicaciones sociales, políticas, tienen que ser no de hombres aislados, sino la fuerza de un pueblo que clama unido por sus justos derechos. El pecado no es organizarse; el pecado es, para un cristiano, perder la perspectiva de Dios”.
Desde la teoría sociológica comprometida; desde el epítome que, actualizándose, toma los aportes intelectuales de Monseñor Romero como parte ineludible de sus constructos teóricos (ungiéndolo como el sociólogo de los pobres) sus homilías eran la catequesis cotidiana y real de la cultura política democrática que forjaba ciudadanos conscientes, organizados y combativos al punto de la supremacía cronológica.
Aunque muchas veces no fue comprendido en sus afirmaciones y llamados (los que hoy resultan totalmente claros desde la sociología de la nostalgia), Monseñor Romero marcaba la frontera entre lo divino y lo mundano en sus lúcidos análisis de coyuntura que tenían como eje la represión contra el pueblo. En la homilía del 23 de septiembre de 1979, Monseñor dijo lo siguiente: “Tenemos que respetar su memoria. ¿Por qué se mata? Se mata porque se estorba. Para mí que son verdaderos mártires en el sentido popular. Naturalmente, yo no me estoy metiendo en el sentido canónico, donde ser mártir supone un proceso de la suprema autoridad de la Iglesia, que lo proclame mártir ante la Iglesia universal. Yo respeto esa ley y jamás diré que nuestros sacerdotes asesinados han sido mártires todavía canonizados. Pero sí son mártires en el sentido popular, son hombres que han predicado precisamente esa incardinación con la pobreza, son verdaderos hombres que han ido a los límites peligrosos donde la Unión Guerrera Blanca –UGB- amenaza, donde se puede señalar a alguien y se termina matándolo como mataron a Cristo, Estos son los que yo llamo verdaderamente justos. Y si tuvieron sus manchas, ¿quién nos las tiene hermanos? ¿Qué hombre no tiene algo de qué arrepentirse? Los sacerdotes que han sido matados también han sido hombres y tuvieron sus manchas. Pero el hecho de haber dejado que les quitaran la vida y no haberse huido, no haber sido cobardes y haberlos situado en esa situación de tortura, de sufrimiento, de asesinato, para mí es tan valioso como un bautismo de sangre y se han purificado. ¡Tenemos que respetar su memoria!”.
*René Martínez Pineda
Director de la Escuela de Ciencias Sociales UES