René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
El miércoles 25 de abril, sin merecerlo –digamos lo que es, sin pelos en la lengua ni la lengua en los purísimos pelos de la real academia de la lengua- recibí un reconocimiento por mis aportes literarios al país de parte de la Secretaría de Arte y Cultura de la UES, dirigida por el poeta Jorge Canales (quien descubrió que “nadie es poeta en su tierra”, justo en el mismo trance en el que yo me enteré de que “escritor que se duerme se lo lleva la corriente de lo corriente”); un reconocimiento que me sirvió de brújula para regresar al origen de todo: la primera palabra que escribí con la intención de seguir luchando por una sociedad más justa, por otro El Salvador salvado.
Esa primera palabra, escrita con miedo y amor, desató un voraz torbellino de metáforas mal hechas que me sirvieron para comprobar que todas las palabras son buenas y mágicas, poderosamente mágicas y escandalosamente fornicarias, pues pueden resucitar a la gente, de golpe, como si, tomando a la “a” de las dos patitas bien abiertas al pasar, aplicáramos con cada una de ellas, una vez puesta en una palabra, una literaria acción de resucitación respiratoria; descubrí (oculto en el lugar secreto donde, de niño, jugué a escribir poemas de amor desesperado en el campanario de la iglesia abandonada) que las palabras pueden olvidar el suelo para tocar el cielo de la utopía colectiva, o hacernos bajar hasta el inframundo capitalista de la condición más inicua y obscena del ser humano: la cobardía populista que se disfraza de valentía popular.
Ese acto de reconocimiento a la entrega artística incondicional y vehemente (en el que tuve el honor de compartir con artistas entrañables como: Efraín Vásquez, Manuel Ventura, Marta Cañas, Vicente Aguiluz, César Merlos, Maximiliano Yanes, Matilde Gómez, Edwin Iván Pastore y Aída Párraga) convirtió el salón del Consejo Superior Universitario en una catedral sin dogmas ni biblia; en una caverna bulliciosa y solemne en la que la realidad es una fábula sin moraleja que cuenta la historia de las ancianas masacradas y de las diosas de los valles estrechos y boscosos que guardan el secreto del fuego subversivo en sus entrañas, ese fuego con el que ejercen la violencia del placer sin manos atadas ni mentiras a su libre albedrío, porque la sinceridad, por ser cruelmente vertical, fue la sacerdotisa que convocó al ritual de la cultura con su ábaco de lluvia que cuenta los ladridos de la noche.
Pero… al sincerarnos frente al espejo del arte y la cultura, comprendemos que no hemos dado buena parte de la vida en cada poema que delira esperanzas desesperadas; en cada cuento que inventa héroes y leyendas frustradas que salen victoriosas; en cada ensayo que denuncia y pronuncia malas palabras; en cada giro mortal de danza que seduce al aire; en cada acorde musical que le da otro significado al ritmo cardíaco; en cada color y trazo firme de una pintura que inventa colores; en cada gesto teatral ejecutado con la maestría humana del llanto y la risa, o en cada diálogo que habla lo que sentimos y callamos. En cada una de esas obras hemos dado la vida completa, la vida completa, y entonces sabemos que cada obra artística es un suicidio placentero e inexorable como el que practicamos cuando, padeciendo la fiebre roja de la conciencia social, nos organizamos en las estructuras clandestinas de la guerrilla, o como cuando, acechados por el fétido aliento de un escuadrón de la muerte, dejamos de respirar por un segundo para que otros sobrevivieran a los ojos de los emisarios de Herodes. Suicidarse todos los días en lugar de ir a tomar un café con “venga-venga” a los sitios bohemios del centro histórico que perdió su historia sanguínea a manos del capital comercial; suicidarse con un cigarro convocador de ideas tan revolucionarias como un unicornio azul que come margaritas en Le Jardin du Luxembourg; suicidarse, gota a gota, con el sándalo de la precaria nostalgia que trae empacada en su roída maleta el viajero del tiempo pasado que se disfraza de migrante para tener una razón para regresar.
Y desde entonces, desde hace dieciocho años con todos sus meses y días, como poseído por el demonio de mis demonios, como enajenado por las tetas enormes de la “M” que deambula llorando por los ríos, empecé a escribir como degenerado obsesivo, como un maniático comprometido con la revolución para curar la socio-artrosis múltiple que le dobla las rodillas a la utopía, y así me convertí en un loco tira-palabras, en un indigente de la literatura. Es una misión suicida escribir así, tan suicida como inexorable que impacta en quienes nos aman y nos ven con la mirada perdida y la historia encontrada.
He de aclarar que no soy un escritor, soy a lo sumo un escribiente; no soy un escritor, soy un escrito, un pepenador de las historias ajenas y mezclo las de unos con las de otros, con las mías, con las de todos, para recuperar, a fuerza de símiles, la capacidad de indignarse y luchar. No soy un escritor, apenas soy un alquimista que puede convertir las palabras en cualquier cosa, en todas las cosas: las libélulas son los helicópteros del genocidio que vivimos y morimos en grupo; la luciérnaga es el imaginario del pueblo, sus esperanzas que titilan para no morir de hastío, la luz artesanal que inventa con sueños porque la luz eléctrica es un bien privatizado; soy un demonio de la palabra que le rompe el himen a la sociedad cuando se ubica entre Marx y la mujer desnuda.
Durante dieciocho años he estado contando historias falsas de la memoria para que sean ciertas en el imaginario, y en esos años descubrí que todo está unido a todo; que la hipotenusa no tiene pelos y por eso es interesante; que la “x” de la ecuación de la vida es la utopía social del nosotros igual a la suma de los yo juntos en el vecindario del cielo y los Arces como los de los Jardines Rikugien que se reprodujeron en El Mozote y el Sumpul, esos lugares donde el tiempo es una roca inerte que deja intacta la vida. Más que un reconocimiento deberían darnos el premio mundial a la sobrevivencia por ser capaces de imaginar y ver a los ojos a El Salvador salvado, sin perder la cordura o salir incinerados con dispensas de trámite.