Mauricio Vallejo Márquez
Revisaba todo. No toleraba el caos. Llegaba antes que el jefe y me iba mucho después. ¿Qué más podía hacer? Había nacido para el orden. En casa procuraba que mis camisas se apilaran en cadenas cromáticas, y me proponía usar camisas de un solo color o de tonos monótonos o monocromáticos.
Para ahorrar tiempo al vestirme. Me resultaba complejo vestirme, pero no podía andar por ahí desnudo como lo hacía en casa para evitar ensuciar la ropa y procurar que el jabón y el tiempo duraran.
Mi casa estaba siempre limpia. Si llegaba un poco de polvo, me apresuraba para pasar la escoba y el trapeador, y el repaso con un sacudidor húmedo.
A veces me incomodaba y me dejaba perder, olvidaba esa manía de ordenar y empezaba a revisar.
Corroboraba como una receta el color de las paredes y sus marcos en busca de defectos, los cuadros y sus clavos, la cama, la mesa, las sillas todo repasado, revisado y aprobado. La cosa era tener el control.
El problema era lo contrario. Por más que revisaba las cosas no estaban en su lugar, los colores no eran los que yo recordaba o quería, mi ropa no estaba en su sitio. Las paredes cambiaron el azul turquesa por verde pálido,
luego blanco, tras esto lila. De nuevo blanco hasta que dejé de llevar lista de todos los cambios (los cuales siguen).
Parecía un juego óptico para los niños, cambio de tonos y figuras según la estampa que se ponga, mientras se gira una ruleta. En el ropero no estaba mi ropa. Había camisas curtidas y de mal gusto con un extraño olor a jabón de bola blanca, después hubo ropa de mujer, ropa curiosa de esa que no vería en muchachas de la oficina y me parecían escasas de tela.
La oficina la había olvidado. No había ni señal de ella y de lo que implicaría una ausencia. Dejé mi habitación y al salir al pasillo me asusté. Mi casa no era mi casa, tenía un olor que no reconocía. No veía a nadie, pero sabía que estaban ahí.
Ya no distinguía entre la noche y el día, se limitaban a mí pestañear. Pensé que había muerto, pero dicen que uno se vuelve fantasma y no puede tocar nada, además no recordaba funeral.
Muerto no estaba. Quise salir de casa, pero fue inútil, no podía escapar. Cerca de la puerta había una pequeña mesa, de esas que usaba para mesa de noche. Sobre ella había un libro, de pasta negra. Creí que era la Biblia y lo tomé para jugar a buscar respuestas en la fe o el azar.
No sé de qué trataba el libro ni me molesté en pensar, yo seguía ahí y la casa cambiaba sin descanso como si el tiempo no existiera. Sólo podía repetir con duda la frase que leí en el libro: “Y vivieron felices por siempre”.