Luis Armando González
Allá por el año 1984, en mis primeros años como estudiante universitario, cursé la asignatura –materia se decía entonces— “Introducción a la sociología”. Fue mi profesor el P. Segundo Montes (1933-1989), uno de los jesuitas asesinados (por un grupo de militares) en noviembre de 1989, en el campus de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”. Sólo lo tuve como profesor en esa ocasión, pero sus ideas me eran familiares desde antes y, asimismo, lo siguieron siendo después de esa experiencia como su alumno en un aula, por cierto, abarrotada de estudiantes. En efecto, cuando estaba en bachillerato leí –aunque no asimilé del todo— su libro dedicado al compadrazgo en El Salvador, que me abrió la mirada a realidades sociales que me eran desconocidas en su carácter estructural. Desde entonces, y a lo largo de mi estancia de unos 25 años –primero como estudiante y luego como empleado— en esa institución universitaria, no dejé de leer sus libros y artículos.
El P. Montes fue un explorador científico de la realidad social salvadoreña. Desentrañó, además de las redes de poder presentes en el compadrazgo (El compadrazgo. Una estructura de poder en El Salvador, 1979), la estratificación social en el país (Estudio sobre estratificación social en El Salvador,1979) y sus estructuras agrícolas (El agro salvadoreño, 1980), el entramado organizativo en la coyuntura de los primeros años ochenta, cuando la represión era feroz (El Salvador: las fuerzas sociales en la presente coyuntura [enero 1980-diciembre 1983], 1984), el impacto social y económico de las remesas (El Salvador 1989: las remesas que envían los salvadoreños de Estados Unidos, 1990), el drama de los refugiados salvadoreños fuera del territorio nacional (entre otros: La situación de los salvadoreños desplazados y refugiados, 1984; El problema de los desplazados y refugiados salvadoreños, 1986; El Salvador 1985. Desplazados y refugiados, 1985) y los derechos humanos (en colaboración con Florentín Meléndez y Edgar Palacios, Los derechos económicos, sociales y culturales en El Salvador, 1988), temas estos últimos en los cuales se involucró con todas sus energías y compromiso ético e intelectual.
Pues bien, además de un explorador de la realidad social, Segundo Montes fue un profesor de los buenos, es decir, de esos que incentivan en sus estudiantes a problematizarse permanentemente sobre el mundo que les rodea. En aquellos años en que fui su alumno, ese mundo era un El Salvador convulsionado por una guerra civil que apenas llevaba tres años de iniciada, represión estatal y paramilitar, y fisuras estructurales que daban lugar a desigualdades sociales, económicas y culturales intolerables. Además, era uno de esos profesores que enseñaban a posicionarse de una cierta manera ante las situaciones problemáticas o sobre las que hay que problematizarse. ¿Qué quiero decir con esto? Lo siguiente: que hay profesores que son excelentes enseñando contenidos y alimentando la memoria (algo vital para el conocimiento); otros –sin excluir lo segundo— brindan pistas desde dónde ubicarse para ver mejor o ver otras cosas.
El P. Montes fue de estos últimos. Sus discípulos seguramente señalarán otros atributos suyos, pero creo que estarán de acuerdo con esto que acabo de anotar. Y, precisamente, ha quedado grabada en mi memoria una lección suya, que no sé si la leí en algún escrito o le escuché decirla en una de sus clases –y cuando trataba de los movimientos sociales—, acerca de la necesidad de ampliar, multiplicando por cinco, el impacto social o la acción social de una persona.
Creo que fue a propósito del cálculo de manifestantes en una jornada de calle en 1984. Recuerdo que Montes decía, más o menos, que para establecer la incidencia social o el alcance de una marcha social-popular no bastaba con contar al número puntual de asistentes, sino que se tenía que multiplicar ese número por cinco, pues ese era la cantidad promedio de vínculos cercanos, familiares, que los asistentes tenían. No era improbable, añadía, que esa “red social primaria” estuviera identificada con quien iba a la manifestación o que si le sucedía algo (padecía cárcel, tortura o muerte) la misma se viera afectada.
Creo que la lección de “multiplicar por cinco” sigue siendo útil a la hora de ponderar el alcance (o implicaciones) de lo que hacen o les sucede a personas concretas en el ámbito de que se trate. Así, si una persona es asesinada (o violentada en su dignidad, integridad y seguridad) no será sólo ella la afectada, sino que su asesinato tendrá un efecto en su red social primaria: pareja, hijos, hijas, sobrinos, padre y madre, tíos, tías e incluso amigos con los que, si es el caso, se convive estrechamente. Las redes sociales primarias, aunque tienen una fuerte base familiar, no se reducen a esa dimensión. Y son ellas, precisamente, las que se ven implicadas en acciones, decisiones o padecimientos de cada persona concreta.
No se quiere decir con esto que todos los miembros de esa red social primaria se identifican con las acciones y decisiones de uno de sus integrantes, pero si el vínculo emocional es fuerte –y de eso se trata en las redes sociales primarias— es seguro que se identificarán con sus padecimientos y se indignarán si éstos se consideran injustos. Y si la dependencia socio-económica de la red respecto de ese miembro es marcada, lo que le suceda repercutirá en la vida de quienes son parte de esa red. Quizás en muchos análisis, realizados en distintas partes, esté faltando este criterio sociológico básico de multiplicar por cinco. Quizás por esto no se estén entendiendo algunas de las dinámicas sociales de nuestro tiempo.
_____
Fuente de la imagen: https://uca.edu.sv/mdt/blog/una-preocupacion-siempre-actual-la-mirada-del-p-segundo-montes/
Debe estar conectado para enviar un comentario.