Por Simone Humml
Berlín/dpa
En tan sólo una generación, el ser humano ha deforestado más de 2 millones de kilómetros cuadrados, ha duplicado la emisión anual de dióxido de carbono y vertido enormes cantidades de plástico a los océanos. Pero ya hace 25 años, en la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro, más de 170 países apostaron por primera vez por el desarrollo sostenible.
El 14 de junio de 1992, esos países firmaron la Agenda 21 y varios acuerdos para la protección del clima y la biodiversidad. Era el pistoletazo de salida para acuerdos del clima como los de Kioto o París.
«Fue un momento histórico», apunta Klaus Milke, cofundador y presidente de la junta directiva de la ONG Germanwatch. «Hoy en día posiblemente no se viviría una conferencia mundial con semejante disposición a llevar a cabo una colaboración tan amplia», sólo hay que ver al presidente estadounidense Donald Trump o a los populistas, señala.
«Lo que muchos no se imaginaban entonces es que todo eso llevaba la velocidad de un caracol», añade. La Agenda 21 no era vinculante y, según Milke, los países ricos no aportaron el suficiente dinero como para impulsar un desarrollo sostenible entre las naciones pobres.
«En Río ya estaba claro que nuestra economía no podía seguir por el mismo camino. Pero no se dio un giro para replantearse nuestro sistema económico. Y justo después de Río se creó la Organización Mundial del Comercio, un acelerador de la globalización sin límites», señala Barbara Unmüßig, que entonces coordinó a las organizaciones medioambientales y de desarrollo alemanas.
«Aquellas cuestiones se delegaron en las políticas medioambientales y de desarrollo (…) no en la política económica», añade Unmüßig, que actualmente forma parte de la Fundación Heinrich Böll, cercana al partido alemán Los Verdes. «Además, en Río no se establecieron límites para la tala, la pesca o la emisión de gases de efecto invernadero. Hoy vemos que hemos superado muchos límites», explica.
Al menos la comunidad internacional consiguió avances en la lucha contra el hambre, la pobreza y las enfermedades. La cifra de personas muy pobres pasó de 1.900 millones en 1990 a 836 millones en 2015, a pesar del crecimiento demográfico.
La tasa de personas que pasan hambre, así como la mortalidad infantil y materna se redujeron a la mitad en ese periodo y enfermedades como el sarampión, la malaria o el sida retrocedieron. Esos logros se deben en parte a los Objetivos del Milenio establecidos el año 2000, -aunque estos no se alcanzaron por completo- y al crecimiento económico de países como China e India.
«Se ha sacado a gente de la pobreza, pero Río aspiraba a conseguirlo sin destruir el medio ambiente», critica Unmüßig. Y todavía queda mucho por mejorar, ya que unos 800 millones de personas siguen pasando hambre y 2.000 millones sufren malnutrición.
En el caso del medio ambiente, la situación no es buena. Entre 1990 y 2015 se destruyeron 229 millones de hectáreas de bosque, sobre todo en los trópicos y especialmente para la producción agraria y de alimento para el ganado.
Según la ONU, el objetivo de reducir claramente la extinción de especies hasta 2010 no se cumplirá. Y también parece difícil lograr el objetivo de Río de evitar un calentamiento global peligroso, incluso sin tener en cuenta las políticas de Trump, que dio la espalda a la protección del clima. Según la Organización Meteorológica Mundial, la temperatura ya subió cerca de un grado centígrado por causas humanas, mientras que el límite situó en dos grados.
En 2015 la comunidad internacional suscribió el Acuerdo del Clima de París y la Agenda 2030, que contenía 17 objetivos globales para el desarrollo. Entre ellos está la eliminación del hambre y la pobreza extrema hasta 2030, a la vez que se protege el medio ambiente.
«Creo que se puede conseguir y que es enormemente importante», asegura el administrador del Programa de la ONU para el Desarrollo (PNUD), Achim Steiner. En 1992 se priorizó la economía, después lo social y después el medio ambiente y la sostenibilidad pero ahora esos campos están conectados de otra manera, explica.
También Unmüßig cree que hay esperanza, por ejemplo teniendo en cuenta que las inversiones en energías renovables son mayores que en las fósiles y que cada vez más inversores abandonan estas últimas. Además, recuerda que «muchos millones de personas en el mundo trabajan a favor de la ecología, la justicia y la democracia».