Myrna de Escobar,
Escritora y docente
Don Anselmo, un hombre de contrastes, hipotecó en el vicio el nombre y el apellido hasta terminar sus días en una improvisada casucha al lado de un edificio multifamiliar, en un céntrico vecindario de san Salvador.
La choza, un cúmulo de escombros y ripios, carecía de vigas. El techo cubierto de bolsas plásticas y pedazos de cartón estaba sujeto con llantas viejas, leños o piedras. De la puerta, una bolsa de plástico jardinera, destacaban los ojos, la nariz y la boca de un temible gigante dormido, algo que espantaba a más de algún curioso en las noches de luna llena o cuando las lámparas de energía eléctrica se arruinaban, cosa frecuente en la zona.
Su ocupante, encorvado, debido a la posición inclinada de sus paredes apiladas de escombros solía sentarse sobre un pequeño tetunte en una esquina del lugar para contemplar a los niños que merodeaban el lugar camino al parque de la localidad, sin decir una palabra. Inmóvil. Su apellido era el silencio.
Sus únicos acompañantes en la habitación eran un grupo de hormigas gordas y bravas y muchos escarabajos que avanzaban en sigilo hacia un senderillo lleno de tierra a un costado de la lúgubre habitación. Al filo del mediodía, Anselmo tomaba las hormigas con las que tenía un acuerdo: Él las alimentaba con mendrugos de pan que a diario compraba o recibía de algún vecino de los edificios contiguos, y luego las ponía a tostar en una vetusta vasija de porcelana que había encontrado en alguna parte; luego las degustaba con una humeante taza de café. Estás hormigas eran su única fuente de proteína diaria. Por las tardes el anciano se dirigía a los alrededores a cortar hojas de chiles silvestres para prepararse una suculenta sopa de la cual algunas veces sobresalía un hermoso y blanquecino huevo de pata. Después del almuerzo, los gritos despavoridos de los pequeños del edificio le alertaban y salía encorvado para ayudar a las nanas de los apartamentos, y si había juguetes o puertas rotas él arreglaba todo a cambio de monedas.
En su soledad, Anselmo, antiguo abogado y hombre de familia, había aprendido a reparar cosas y con el dinero que recibía compraba el marquesote o la marialuisa y el sobrecito de café Listo que acompañaban su dieta.
Sus días de profesional exitoso habían quedado en el olvido, y sólo de vez en cuando, Don Foncho le recordaba la oficina de abogados que juntos compartían.
Resignado, sorbiendo el café de la tarde y contemplando el tumulto de escarabajos Una tarde de invierno, Don Anselmo se despidió diciendo: Todo ha cambiado. Hoy son otros tiempos. ¿De qué vale recordar?
El gigante dormido cierra sus ojos. Es hora de dormir. Son las seis de la tarde.
Debe estar conectado para enviar un comentario.