MYRNA DE ESCOBAR,
Escritora
A mis seis años, en pijamas y con chinelas, correteó tras mi perrita en el patio, persigo mariposas y cuento semillas del bálsamo. A los siete años mi morralito morado y yo éramos inseparables, camino a la escuela. La maestra y su gracia deleitaban mi creatividad.
La escuela fue el oasis que alimentaba mi curiosidad. Allí, era fácil olvidar que era pobre, soñar con el futuro, aprender. El recreo era genial. Jugaba a los roles y al toque de la campana volvíamos al aula empapados de sudor y con bigotes de mil hojas en la comisura. Compartir la banquita de madera con dos niñas más no era divertido, pero era necesario.
En casa, lavar platos o mi ropa, barrer, hacer tareas, planchar la ropa del tío Chepe y alimentar a los animales eran solo algunas tareas que debía cumplir. Luego me entretenía jugar con mi gato negro o mi perrita Payasita, era entretenido, como subir al jocotal y no poder bajarme. Un reto de casi todas las tardes.
Al apagar la vela y guardarme en el silencio, solía soñar con duendes y dragones de mi Cuento de Hadas. Yo era una niña de barro en plena capital. Solía chorrearme la boca con frijolitos molidos o enmelarme toda con miel de ayote, algo que siempre le robaba a mi abuela una carcajada o a mi madre un enojo. Sorber la sopa en la mesa, por el contrario, le enfadaba mucho y me corregía de inmediato.
Al atardecer, el cacarear de las gallinas y el canto de los gallos en el limonero eran todo un concierto natural. Nos hacía olvidar nuestros estómagos vacíos. Espiar la luna y a las estrellas tendidos en el patio nos hacían pensar en lo afortunados que éramos de tener una casa al menos. Carecer de luz eléctrica me ayudó a contemplar la oscuridad con todo su esplendor.
Hoy, al husmear por la ventana la historia es diferente. Las mochilas son cadenas en los hombros de los pequeños. Hay desvelo y frustración en su mirada Los jóvenes trasnochan, envejecen, son esclavos del tiempo, la tecnología, las redes sociales, los videojuegos, el sedentarismo; o del trabajo. La sana convivencia en la familia queda relegada a vacaciones. Quizá. El beso de mamá o el abrazo de papá es ocasión de sonrojo para muchos, desde la niñez. El amor para algunos hijos es un cuento irreal condicionado a su desempeño escolar.
Muchos hijos ven el estudio como obligación; no como una oportunidad. El diálogo se vuelva monosílabo, gestos, miradas frías e indiferentes entre los miembros de la familia.
— ¡levántate, inútil!
— ¡Apúrate papá! ¡Llegaré tarde al cole… como siempre!
— ¡Olvidaste la tarea!
— No quiero ir a la escuela.
Los que se someten a la estricta disciplina del colegio, garantiza el buen porvenir para todos. El sistema los prepara para servir o para servirse, pero no garantiza la felicidad de sus habitantes. Muchos de estos jóvenes al ser profesionales dejan el terruño para enriquecer otras urbes, algo que juega en contra del interés de sacar nuestro país adelante. ¿Pero…como culparles si el sistema no garantiza la empleabilidad y el buen vivir a todos sus ciudadanos?
Para las escuelas públicas, —por el contrario—, el rol de educar lo educable vuelve la relación enseñanza-aprendizaje, un caso difícil de manejar cuando los padres son niños criando niños. Muchos padres ya tiraron la toalla y ven la escuela como una guardería. Ya no soportan a los hijos en casa. Quieren corregir cuando ya es demasiado tarde o lo hacen de manera inadecuada.
— Ya no sé qué hacer con este cipote. Él ya es de la calle. No lo puedo detener.
— Corríjalo usted si puede. Yo ya no le digo nada
— Ándate a la escuela. Allá que te aguanten. — dicen los mal llamados padres.
— La mujer que tenía me abandono y sabe usted que uno de hombre no puede vivir sin una mujer…así es que se los llevé a mi madre para que me los crie.
Interesante reflexión la de un padre al ser cuestionado en la escuela sobre el bajo rendimiento y el mal comportamiento de su hijo. Sus conflictos de sexo son su verdadero interés, no la educación de sus hijos.
Ciertamente, las leyes han suplantado el rol de los padres y la autoridad del maestro en el aula. Éstas premian del incorrecto actuar de los hijos al enfatizar en materia de derechos y no en el cumplimiento de los deberes como persona. Es allí donde lo ilegal se vuelve legal ante la mirada de los hijos. Éstos se vuelven manipuladores y se rebelan cuando los adultos tratan de corregirles.
¿Cómo revertir entonces la inocencia y el buen juicio cuando ésta ha sido prostituida en muchas formas desde el hogar, en muchas formas, y desde la primera infancia?
La paternidad es un deber eludible. Trazo error si consideramos que la casa es la primera escuela. En ella se aprende sobre el orden y el respeto, las palabras mágicas: buenos días, con permiso, disculpé usted. Etc. Pedir perdón es cursilería para muchos niños y jóvenes, hoy en día.
— Allá en la escuela que te eduquen.
— Para eso vas a la escuela.
— ¿Qué les enseñan los maestros en las escuelas de ahora? —se quejan las abuelas.
Obviamente al crecer se adquieren compromisos importantes como el trabajo y la familia. Muchos hijos, traicionados por este sistema incapaz de darles las oportunidades para realizarse como personas se van, otros progresan o se pierden. La vida tarde o temprano les premia o les frustra, renuncian al amor, la familia, la vida, las sanas costumbres, hasta sucumbir algunos ante las drogas, el alcohol, o la vida licenciosa.
La agresividad y la indisciplina son el rostro de nuestra juventud en crisis, de una niñez violentada y prostituida por el auge de la música y el desenfreno al que son expuestos, desde la infancia. El sistema nos impone una carga difícil de rechazar. Crea robots para el trabajo y no dignifica el trabajo, lo cual trae como consecuencia la fuga de talento y mano de obra que desde hace años enriquece otras economías; no la nuestra.
Como es lógico, esta es una verdad a medias si consideramos que todo cambia al crecer. Así como la Navidad pierde su magia cuando crecemos. Las alegrías mutan y en vez de multiplicarse solo nos dejan jóvenes cansados de dormir poco, o de dormir muchos, mentes extenuadas por largas horas de juegos electrónicos, corazones incapaces de amar, hijos desheredados del amor de sus padres en hogares divididos, niños obesos, niñas jugando a ser madres, etc.
La generación de papel se desecha. Se escribe en ella lo que el capitalismo impone, sin garantizarle siquiera el derecho que tiene todo humano de ser persona primero, y para ello es necesario estudiar, seguir instrucciones, cumplir deberes y enseñar a los hijos sobre respeto. En mi caso todo era diferente. El vínculo de la familia sirvió para apoyarnos y salir adelante aun cuando había muchas privaciones. Mi abuela nos mandaba a la escuela para cambiar nuestra realidad. Ojalá muchos padres de familia fueran responsables del rol que adquieren al traer nuevos hijos a este mundo e inscribirlos en la escuela de la vida con disciplina, amor y respeto, y con una buena dosis de acompañamiento como lo hicieron mi abuela y mi madre en mi niñez.