Carlos Anchetta,
Novelista y guionista
Querido hermano,
Espero que te siga yendo bien allá, en el norte, así como estos últimos siete años. Yo sé que eso de tener tres trabajos no es cosa fácil, que le pasa factura a cualquiera. Por suerte vos sos joven y fuerte, pero un día me alegraría saber que ya no te matás tanto para mandarnos dinero a nosotros. En algún momento tenés que pensar en vos, en hacer una familia, en tener hijos, en esas cosas por las que uno se levanta y lucha. Pero yo sé que no querés que nos falte nada. Que no tendrías corazón de dejar a tus viejos morirse de hambre y de pena, que es la peor, y de dejarme a mí sin educación y sin futuro. Yo sé que te hacés estas preguntas cada vez que te sentís cansado, cuando llegás a casa sin ver a nadie conocido a la vista, cada vez que mirás que lo poco que ganás con tanto esfuerzo y aguantando un sinnúmero de achicadas, se viene casi todo para acá, para tus viejos y para tu hermano menor que todavía no termina la universidad. Yo espero recompensarte todo un día. Me has dicho hasta el cansancio que no querés nada, que lo hacés por amor, que los hermanos son los hermanos, pero yo quiero recompensarte este gran esfuerzo que hacés por mí. Sí no querés nada, por lo menos un día quiero que te sintás orgulloso de mí así como yo me siento orgulloso de vos. Solo quiero decirte que todo lo que estás haciendo no será en vano, que tu querido Pecas, tu hermanito, se va a superar, va a romper los paradigmas de este país y saldrá adelante. Esa es la cuestión, brother, esa es la meta, tener una vida digna y ser felices.
Aquí la cosa no está fácil, como te das cuenta por las noticias y las redes sociales. Aquí te matan por cualquier cosa. El otro día mataron a una señora casi en mis narices. No te lo cuento porque me dan ganas de llorar. Solo te diré que la conocía de vista, que la había visto un par de veces con unos compañeros de la U. Dicen que la pobre fue confundida, que el ataque era para otra señora que les debía un freno, como dicen esos tipos, que no querían hacerlo. Pero la pobre ya está muerta. Se la quitaron de forma violenta a su marido y a sus hijos.
No, brother, la cosa aquí no tiene nombre. Es una jungla. El paraíso de la impunidad. Sálvese quien pueda. Yo te tomo el consejo de no salir de casa si no es para algo necesario. Mis viejos, nuestros viejos, me lo dicen a cada rato. Mirá, me dicen, por qué no te ves con la bicha en una hora normal, una hora de la gente, en lugares públicos, pues. Sí, les digo, es que a veces se me va un poco el tiempo. Nada que se te va el tiempo, me dice mi viejo enfadado, que tenés que cuidarte y evitarnos la pena de enterrarte. Está bien, father, le digo, usted sabe, usted es el que manda. Y así es, hermano, el viejo es el que manda en mi casa y en mi vida, bueno, mis dos viejos. Ya sabés cómo son las nanas en este país, son todo amor y bondad para sus hijos. Así que estate tranquilo allá, que tu Pecas se comporta como la gente, que hace las cosas que le dicen.
Pero de eso no es de lo que quería hablarte. Lo que quería decirte es algo que vi en el hospital Rosales cuando estuve internado. Por cierto, ¿verdad que no te he contado qué fue lo que me pasó? Bueno, en realidad hasta ahora no sé lo que me ha pasado. Yo solo sé que me desmayé y cuando desperté ya estaba en el hospital, entubado y con mi mamá llorando a mi lado. Recuerdo que una enfermera le dijo, tranquila, señora, que su hijo ya está fuera de peligro, solo fue un susto. Un buen susto, dijo mi padre que estaba allí cerca. Recuerdo que los vi, que les hablé un poco, que prometí levantarme a la brevedad, pero lo cierto es que volví a caer en el sopor y no desperté hasta la medianoche, cuando vi que dos enfermeros se alejaban con un recipiente en las manos. Dicen que sufrí una infección o algo parecido. Yo me he limitado a preguntar. Suficiente tuve con pasar tres días metido en El Rosales para andar preguntando pormenores del asunto. Por suerte ya todo pasó y ahora estoy en casa retomando mis actividades diarias.
El asunto es que cuando recuperé del todo la conciencia, me di cuenta que a mi lado dormía un anciano que me miraba fijamente pero sin intención de decirme una palabra, quizá por pena o simplemente porque no podía. Era un hombre de rasgos humildes, demasiado flaco para su edad, un hombre que seguramente había tenido una vida difícil. En algún momento pensé que era un vagabundo que habían recogido de la calle, uno que estaba al borde de la muerte pero que milagrosamente se había salvado. Digo esto porque tenía la misma mirada, esa misma que pone la gente que vive en la calle cuando te pide una moneda.
El anciano dejó de verme, se volvió hacia el otro lado y se durmió. Cuando llegó una enfermera le pregunté sobre el paciente que dormía a mi lado. Dijo que era un cuadro singular. No le comprendí del todo. Entonces ella me aclaró que lo habían llevado mal, al borde de la muerte, pero que ya se había recuperado, que ahora hasta había hecho un par de bromas. Pero si ya está recuperado por qué no lo dan de alta, pregunté. Ese es el problema, dijo la señorita, hace cinco días que debería estar fuera del hospital y nadie viene a reclamarlo. Me quedé pensando en el término que había utilizado la enfermera: reclamarlo. Algo así como si el viejo era un objeto o una cosa inservible. En ese momento me acordé de mis viejos y me dieron ganas de llorar. Vos también, brother, te hubieran dado ganas de llorar al pensar que a uno de nuestros viejos, o quizá a los dos, podía estarle pasando una cosa así.
Para nadie es un secreto, hermano, que aquí y en todos los países del mundo a casi todos los viejos los tratan peor que a un perro. Solo hay que ver tantos abuelos pululando en las calles aguantando hambre y frío, y lo que es todavía peor, sin una palabra de consuelo. Eso sí es inhumano. ¿Para qué entonces sirven los discursos religiosos y humanísticos que oímos por todos lados si echamos a la calle a nuestros viejos, esos que deberían estar en el mejor lugar de la casa, ya libre de ajetreos porque simplemente ya lo dieron todo, ya le dedicaron su tiempo y su vida misma a otros que ahora les dan una patada como si no valen nada? Me da rabia pensar así. Me da rabia que la gente se ensañe con los más vulnerables. Quizás no te he contado pero el otro día casi me agarro a trompadas con un tipo por causa de un perro callejero. Le dije de todo, ya te podés imaginar mi lenguaje florido cuando me encachimbo. El tipo se me acercó con ganas de armar el despelote pero mis compañeros de la U no me dejaron de la mano y no tuvo más que irse con la cola entre las patas. Porque allí, brother, el animal era él, el bicho inmundo era él, no el pobre perrito que solo le pidió una migaja de su emparedado.
Desde que la enfermera me puso al tanto de la situación del viejo me interesé más en él. Lo buscaba con la mirada o simplemente me ponía en una posición donde pudiera dirigirse a mí sin hacer mayor esfuerzo. Un día lo hizo y no fue para otra cosa que para pedirme agua. Ya sabés que en los hospitales a uno lo tienen todo racionalizado, y el agua, la bendita agua, parece que la importaran de alguna vena de la Amazonía porque tardaba en llegar, si es que llegaba. Le di al anciano algo de agua que tenía bajo la camilla. Después me quejé con la enfermera. Le dije que a él, por su edad, tenían que darle lo que pidiera. Me volvió a ver con una sonrisa burlona mientras desaparecía por un pasillo inmediato. Era la típica sorna de una trabajadora que llevaba varias horas en planta. No pasó mucho tiempo para que me hiciera amigo del anciano. Le pregunté su nombre y solo alcanzó a balbucear Nico. Entonces se llama Nicolás, le dije cerca de uno de sus oídos. Me llamo Nico, repitió cansado. Decidí no molestarlo más y dedicarme, junto a mi tribu, que me visitaba todo lo que podía, a buscarle los parientes a mi amigo.
Mi tiempo en el hospital se estaba terminando, me quedaba solo un día de internamiento y necesitaba actuar rápido, es decir, necesitaba dar con el paradero de los parientes de mi vecino. Sabía que si salía de allí dejándolo en la misma situación, es decir, desamparado, no iba a estar a gusto un solo momento, pero sobre todo, no me lo iba a perdonar nunca. Mientras pensaba en algunas estrategias y le pedía a mi tribu moverse rápido, pensé en que a lo mejor el viejo no tenía familia, que estábamos buscando unos fantasmas, que a lo mejor vivía en la calle o de la generosidad de algunas personas particulares. Cuando llegó la enfermera que entrevisté la primera vez le pedí toda la información que tenía, le dije que era importante, que me ayudara. La mujer fue a los archivos y un par de horas después llegó a decirme que al anciano lo había internado un hijo, que los nombres y los apellidos se correspondían, un hijo que había dejado una dirección. Le pregunté dos veces si el tipo había dejado un número de teléfono y negó con la cabeza. Dicen que el hombre vino en compañía de su mujer, me dijo la enfermera antes de irse. Le agradecí las atenciones y rápidamente puse al corriente a los de mi clan para que fueran a la dirección del hijo de don Nicolás. A lo mejor ha tenido un imprevisto o le ha ocurrido algo, pensé ingenuamente.
Fijate, brother, que dos compañeros de la U fueron a buscar al hijo de don Nico pero no lo encontraron por ningún lado. Los vecinos les dijeron que sí, que allí había vivido el hombre, uno del que no querían ni acordarse, pero que hacía un año se había marchado del lugar sin dejar rastro de su paradero. Era un hombre del que no querían volver a saber, dijeron. Mis amigos les preguntaron a los vecinos por don Nico y ellos lo recordaron como un anciano que vivía en condiciones infrahumanas, uno que recibía vejaciones de todo tipo por el hijo, pero sobre todo, de la nuera. Cuando me lo contaron me entró una rabia indescriptible. Volví a pensar en mis viejos, en lo que sería de mis viejitos si vos y yo faltáramos, en cómo los trataría la gente y la sociedad en general solo por el hecho de estar en edad, solo por ser ancianos, por considerarlos inservibles.
Mi tiempo en el hospital se terminó y contra mi voluntad tuve que volver a casa. Es curioso, brother, quizá surrealista, que alguien se entristezca por dejar un hospital donde hay dolor por todos lados, donde la gente se muere a cada rato. Pero es que la historia de don Nico me había pegado tan hondo que yo sentí una enorme pena dejarlo en esa camilla estrecha totalmente solo y desamparado. Antes de salir le dije que lo visitaría regularmente, que no lo dejaría solo. No le prometí nada más que eso porque soy un convencido de que es mejor hacer que prometer. Sabía que tenía que actuar rápido, que el hospital estaba presionando por la camilla, que otros pacientes necesitaban el espacio, que el tiempo se había agotado, que no estaban dispuestos a esperar más, decían. Intenté hablar con el director, pedirle una prórroga mientras encontraba un asilo o una casa hogar que quisiera atender a don Nico en sus últimos días. Me dijeron que corriera, que ellos no estaban para esperar toda la vida. Tuve ganas de mandarlos al diablo pero me mordí la lengua. Es inhumano, brother, esto que somos como sociedad. Pero es lo que tenemos, es lo que hemos construido. Me da pena pertenecer a este mundo, sabes. Yo sé que vos pensás igual. Yo sé que vos también pensás con el corazón.
En los días siguientes me moví todo lo que pude. Ya iban a comenzar las clases en la U y después no tendría mucho tiempo para hacer esas gestiones. No sé por qué me sorprendo, brother, de la gente en mi país, si sé que a todos nos vale un bledo en dolor y el sufrimiento de los demás. Seguro te imaginás lo que me pasó. Seguro pensás que nadie me abrió la puerta, nadie quiso escucharme siquiera, nadie se dignó que le explicara la situación. No te equivocás, hermano. Eso fue lo que pasó. No lo podía creer. No podía asimilar que a la gente le vale poco o nada su prójimo.
Casi me echo a llorar, sabes. Pero no lo hice. Con llorar no arreglaba nada. Tenía que seguirle buscando una salida a la situación. Yo sabía que con hacer eso no arreglaba el mundo, que no cambiaba nada, pero por lo menos cambiaba la situación de don Nico, por lo menos él viviría con dignidad sus últimos días en esta tierra. Así que no descansé hasta encontrarle un hogar. Llamé al hospital para pedirles una nueva prórroga, les dije que pronto les daría una respuesta satisfactoria. Ellos simplemente me colgaron. No tuve tiempo para enfadarme. Las clases en la U iniciaron y ya casi no tuve tiempo de gestionar el retiro de don Nico. Un día me dije que si no encontraba nada me lo llevaría a casa, que me importaba un pito lo que dijera el mundo, que el viejo se merecía unos últimos días dignos. Con esa idea estuve varios días, todos los que me ausenté del hospital por causa de la U. Cuando tuve un rato libre fui al hospital Rosales a ver a don Nico, a decirle que me lo llevaría a casa, que jugaríamos dominó los fines de semana así como él quería. Sentí como si una bala entró en mi garganta cuando me dijeron que don Nico había muerto, que hacía un día lo habían enterrado en una fosa común en el cementerio la Bermeja. Me quedé pálido, mudo y sin ganas de mirar el mundo. No sabés, brother, el dolor que sentí. Yo sé que vos también hubieras sentido lo mismo. Ahora que lo pienso, no quiero ni imaginarme el día que nuestros viejos se vayan de esta vida, no quiero ni pensarlo.
Cuando me recuperé de la impresión les dije si podían abrir la fosa, que yo quería darle un sepelio decente a don Nico. Dijeron que no se podía, que era ilegal, que yo no era su pariente. Intenté por todos los medios pero nadie quiso escucharme. Ese fue otro golpe, quizá más duro que su deceso. Volví a casa triste. Toda la noche me pregunté quiénes somos, por qué estamos aquí, pero sobre todo, me pregunté qué hacemos aquí, que hacemos con nuestra vida, por qué nos envilecemos, por qué no hacemos que esto vaya mejor haciendo las cosas simples, las que nos llenan de dignidad.
La verdad, brother, todavía no lo puedo entender.
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