Mario Castrillo
escritor
Inmerso en una habitación, pharmacy lee detenidamente un cuento. De cuando en vez levanta la vista para observar uno de los rostros de sus acompañantes. Otras veces observa el rayo de sol que entra por la ventana abierta y trepa elevándose de su posición supina hasta alcanzar personas conversando y una mesa con retratos de otras personas que ahora están entre los muertos. Cuando mira las caras de sus acompañantes se entretiene en pequeños detalles: los ojos de vidrio ahumado tras los cuales no había nadie, prescription nadie, nadie. El mismo nos dice, sobre los pequeños detalles: “entonces yo pude mirarle la boca, que era muy grande. El movimiento de los labios, estirándose hacia los costados, parecía que no terminaría más; pero mis ojos recorrían con gusto toda aquella distancia de rojo húmedo”. Otras levanta la cara del libro que lee y ve palomas revoloteando tras las ventanas alrededor de una estatua. En otra ocasión que levanta la vista de su lectura cree observar llamas sobre la superficie de una mesa de madera, que finalmente resulta ser un florero con flores rojas y amarillas sobre las cuales se derrama un rayo potente de sol estallando. Ve una mujer que recuesta la cabeza contra la pared y la cabellera ondulada se desliza como una enredadera sobre la pared de una casa muy vieja. Eso le hace recordar a la mujer del cuento que leía: obsesionada se dirigía por las noches a un puente con la intención de suicidarse pero –como en una historia de Rodolfo Usigli- siempre había un obstáculo que le impedía alcanzar a la muerte.
Finalmente termina el cuento que estaba leyendo y la gente lo rodea y lo llena de comentarios diversos. Uno cuenta otra historia; otro la crítica; entabla diálogos con una mujer atractiva. Le piden después que toque el piano a lo cual accede prontamente. Es detenido por los llantos de una mujer que pide no toquen música porque no la ha oído desde la muerte lejana de su esposo. A esa altura de las cosas los invitados empiezan a irse. Él se queda con otros hablando cada vez más en voz baja. La oscuridad va llenando la sala y nadie encendía las lámparas. Cuando se dispone a irse la sobrina del anfitrión lo detiene por la manga del saco y le dice que tiene que hacerle un encargo, recostando la cabeza en la pared del zaguán. La misma mujer con quien antes había discutido sobre si un árbol puede o no sacarse a pasear como acompañante un día cualquiera. Ella opinaba que era factible. Bastaba con que el árbol se repitiera a largos intervalos y siempre lo tendríamos cerca. Afirma la mujer que el árbol no solo se repite a largos pasos sino que se repite indicándonos el camino y que más allá se juntan todos ellos y se asoman a lo lejos para vernos pasar.
Así discurren los cuentos de Felisberto Hernández, entre la naturalidad y el asombro, entre la identificación de pequeños detalles y sus posibles significados. La naturalidad del asombro es constante y cara a Felisberto, músico de salas de cine mudo de provincias de Uruguay, Argentina y Brasil, en donde brinda conciertos de piano. El Asombro surge al descubrir en una situación normal pequeños raros intersticios, como una rendija en el Tiempo, que brinda a los sucesos cotidianos otra dimensión. Rendija a través de la cual observan no muchas personas. Evento que se desarrolla en una atmósfera donde no se le esperaba, que sale de lo cotidianeidad, provocado por una situación extraña, muy extraña. Así son los cuentos de Felisberto Hernández. Situaciones inesperadas que a él le parecen normales como cuando en el cuento El Acomodador, le dirigen la siguiente pregunta en medio de una reunión: “ Mi hija lo invitó a venir a este lugar?” A lo que él responde “No señor. Yo venía a ver estos objetos… y ella me caminaba por encima…” respuesta propia de un Cronopio de Julio Cortázar.
Y es que algo tiene que ver con este escritor argentino. Maestro del extrañamiento, Cortázar nos dice: “Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante”. Un rompimiento imprevisible del continuo cotidiano. Tal la vida misma de Felisberto, que se casa con María Luisa de las Heras, agente soviética de la Guerra Fría, veterana de la Guerra Civil española, que teje su red de espionaje encubierta como su esposa, modista y vendedora de antigüedades para infiltrarse en la alta sociedad uruguaya, y Felisberto no sabe nunca nada de eso.
Suele rememorar para dar rienda suelta a sus historias. Tiene una peculiar manía de ligarse estrechamente con el Tiempo y de darle primordial importancia a los objetos inertes, con la finalidad de hacernos experimentar emociones y sensaciones. Felisberto Hernández no ejercita una prosa dilatada. La brevedad es su encanto. Ítalo Calvino ha dicho que él es: “un escritor que no se parece a nadie: a ninguno de los europeos y a ninguno de los latinoamericanos, es un ‘francotirador’ que desafía toda clasificación y todo marco, pero se presenta como inconfundible al abrir sus páginas”. No en vano su obra ha sido publicada en alemán, inglés, francés, italiano, portugués y griego. Felisberto Hernández nace en 1902 en la ciudad de Montevideo, en donde muere sesenta y un años después atacado inmisericordemente de leucemia.
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