José M. Tojeira
La Navidad es una fiesta religiosa. Pero no es solamente fiesta religiosa. San Pablo decía en la segunda carta a los Corintios que “bien conocen la generosidad de Cristo Jesús, unhealthy ampoule nuestro Señor. Por ustedes se hizo pobre, recipe siendo rico, view para hacerlos ricos con su pobreza” (8,9). Y los pastores que escucharon el mensaje de los ángeles conectaron la gloria de Dios en el cielo con la paz en la tierra. Esa paz que es el fruto final de toda la bondad acumulada en la tierra. La Navidad es de esa manera una fiesta de la generosidad y de la construcción de la paz. Fundada en el amor de Dios, evidentemente, pero que invita insistentemente a la solidaridad generosa y a la construcción de la paz, desde esa presencia desprotegida del Niño, que nace en un mundo hostil.
Recientemente un sacerdote sirio decía que muchos niños de su país en guerra hubieran preferido nacer en un portal como el de Jesús niño, en vez de en medio de ruinas que siguen siendo bombardeadas. Pero lo que decimos de fuera lo podríamos decir, de otra manera de dentro. Niños abandonados o condenados al desamor desde su nacimiento, alentados a sumarse a un entorno violento, con pocas perspectivas de salir adelante en la vida, preferirían, si se les diese a elegir, nacer al menos en medio de gente solidaria y esperanzada, en vez de en un medio social amenazado por las ruinas que el egoísmo y la injusticia generan. Como Jesús, que nace entre gente buena. Gente pobre pero fiel como José, solidarios como los pastores, esperanzados como los magos, o llenos de confianza en Dios como María, que siente que su espíritu se ensancha agradecido ante las promesas del Señor. Y que siente al mismo tiempo que esas promesas son más fuertes que los potentados y los ricos, condenados a desaparecer mientras los pobres se llenan de bienes.
En esta nuestra época marcada por el predominio del mercado, la propaganda trata de poner la felicidad de estos días en el gasto y la compra desatada. Y ojalá todas las personas tuvieran lo suficiente para compartir y sentirse felices. Pero la capacidad de compra descontrolada no añade felicidad. La Navidad sigue siendo, a pesar de todos los esfuerzos del mercado, tiempo de compartir. Compartir la esperanza, los cantos, las posadas, los nacimientos colocados en casas y oficinas sigue recordándonos algo más importante que los estímulos del hiperconsumismo. Villancico viene de villano, lo contrario de noble, lo que ante los ojos de los poderosos no tiene importancia. Y sin embargo ese fruto de la sencillez popular se ha impuesto sobre el desprecio de quienes se querían hacer dueños del arte o de la ciencia. Fue San Francisco, el pobrecillo seguidor del Señor pobre, el que popularizó la costumbre de los nacimientos. Es la fuerza de la solidaridad que continúa activa desde la misma humildad, sencillez y fuego de la fraternidad transformadora que está inmersa en esta fiesta en la que el Amor increado pone su tienda de campaña entre nosotros.
El Salvador, golpeado por la pobreza injusta, por la violencia y por diversas formas de corrupción y “aporofobia” (odio al pobre), celebra también la Navidad. La celebra mucha gente sencilla con una enorme esperanza y solidaridad. La celebran quienes sufren tratando de poner su confianza en esa capacidad de amar que nadie les puede arrebatar. La celebran, o esperan celebrarla quienes emigran, quienes aguardan la vuelta a casa del hijo o de la hija, quienes desean una sociedad más justa, quienes ponen su confianza en este Dios débil que se acerca a nosotros en nuestra carne vulnerable y que nos promete un futuro mejor “así en la tierra como en el cielo”. El Niño Jesús choca siempre con los egoísmos y con las prepotencias. Quienes se creen por encima del bien y del mal lo persiguen y lo condenan a morir en medio de una masacre de inocentes. Quienes no aguantan su mensaje solidario lo llevarán finalmente a la cruz. Pero su fuerza y su amor se multiplican. Celebrar hoy la Navidad es desear un El Salvador sin violencia, es comprometerse a construir la paz. Es pedir a gritos salarios decentes para nuestra gente, salud y educación de calidad para todos y todas. Es recordar que estamos todos hechos del mismo barro. Un barro débil y vulnerable que se dignifica y se llena solamente con ese amor de Dios que se manifiesta de un modo irrenunciable y absoluto en el Niño del portal. Festejar al amor de Dios es ahora festejar el amor humano. Es comprometerse a trabajar a favor del prójimo. Es recordar una vez más, mirando el misterio del niño Dios, las palabras de despedida de Jesús: “Ámense unos a otros como Yo les he amado”.