NAVIDAD

Gabriel Otero

EL ÁRBOL DEL SOLSTICIO

Decía la abuela Ángela que cuando adornabas el pino en los previos de natividad regresabas a tu niñez. En casa de mis papás, durante muchos años, yo era protagonista del ritual del viajero que llegaba de vacaciones a San Salvador a montar el árbol navideño, ello sucedía a mediados de diciembre.

Mi metodología era rutinaria, limpiaba las esferas (“bombas” les llamaban en El Salvador), estiraba las extensiones de luces y las conectaba para ver si algunas no encendían, después las colocaba para rodear el árbol y así evitaba que en el follaje hubiese rincones oscuros y se iluminara por completo, claro, es un decir, de los focos minúsculos emanaban fulgores con la intensidad de las luciérnagas.

Las luces tenían formas caprichosas, había estrellas, soles, gotas, satélites y prismas, brillaban y titilaban, al tiempo les incorporaron música, villancicos electrónicos que despedazaban el oído y el buen gusto*.

Después colgaba las esfe-bombas, bastantes de ellas, me agradaba que mis papás vieran la transformación del árbol con su sinfonía de colores y objetos brillosos. Por último, en la cúspide del árbol instalaba la estrella y rociaba nieve artificial a semejanza de algún paisaje nórdico, solo faltaban los renos, fogatas escondidas y unos  veinte grados centígrados menos para completar el panorama.

En efecto, el árbol adornado y la navidad son manifestaciones expresas de lo kitsch, pero la época es maravillosa y pletórica de ilusiones, y, además, referente de celebraciones familiares en entregas anuales porque no hay hogar, por modesto que sea, que no ofrezca lo mejor de si y se abra a las visitas.

Y yo, con 58 años en la cabeza, continúo con la liturgia de ornamentar árboles triangulares con simbolismos antiguos porque sigo creyendo que la navidad es algo más que una fiesta feliz.

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* Ese cierre de párrafo del narrador testigo era una acotación pedante pero necesaria, ustedes disculpen   

EL NACIMIENTO TROPICAL

Si hay una definición exacta del sentido de la navidad es el nacimiento de Jesús, aunque en rigor no haya coincidencia alguna en fechas y todo sea resultado de convenciones históricas, como buena parte de las celebraciones actuales. El asunto es irrelevante per se, seamos creyentes o no, Jesús marcó la pauta histórica.

La abuela Ángela siempre fue piadosa, iba a misa todos los domingos y cuando no podía la escuchaba por radio, ella me enseñó la importancia del nacimiento o belén y se encargaba de resguardar al niño Jesús con unos inmensos ojos café hecho en yeso, así como a María, José, al buey, al burro y a la cuna de madera.

Intuyo que al niño Jesús lo llevaron de México, he visto a otros semejantes en las inmediaciones de la Basílica de Guadalupe, esta figura era más grande que las otras, pero no se podía cuestionar el tamaño y las proporciones del protagonista, esa verdad prístina no admitía dudas.

En otros países los belenes son artísticos y realistas, en El Salvador los nacimientos son naifs y hermosos elaborados con muñecos de barro de Ilobasco, el de la casa Otero era el sincretismo total: retomaba los componentes tradicionales como aserrín, musgo, heno y espejos forrados de papel verde brilloso para parecer cuerpos de agua. El musgo se colocaba sobre cajas de zapatos para emular montañas o lomas y en el verdor se ocultaban luces. Se veía espectacular.

Y ahí estaban el pesebre y los senderos de aserrín de colores, los arcángeles Gabriel y Miguel, los pastores y sus rebaños, muchos aldeanos, hombres y mujeres, perros, cabras, vacas, burros, víboras, tigres, leones, policías, soldados, borrachos, el demonio, la siguanaba y el cipitío y unas cuantas chozas y construcciones la más moderna era una catedral gótica con dos campanarios y no podían faltar la cárcel, el registro civil y una cantina.

Todos esperaban al Rey de Reyes. A lo lejos en el camino se veía a Melchor, Gaspar y Baltazar que cada noche avanzaban un tramo hasta que la estrella iluminara más fuerte el 6 de enero.

Y el niño Jesús nacía, como marca la tradición a las 00:01 del 25 de diciembre y en la aldea todo era regocijo.

Esos nacimientos tropicales eran grandiosos y algunos preguntarán que hacía ahí tanta criatura disímil, la respuesta es simple, incluso en esas representaciones de barro y yeso todos somos hijos de Dios o cuando lo menos lo simulamos.

EN EL NOMBRE DEL CIELO

Como familia binacional, mi madre se encargaba de fomentarnos las tradiciones mexicanas, fue así que después de una larga espera, la parroquia de la colonia Miramonte le otorgó a nuestra casa el honor de albergar a los santos peregrinos para la cuarta posada del 19 de diciembre de 1973.

Las posadas son una costumbre muy arraigada en el folclor religioso y popular de México, son nueve posadas que representan los meses de gestación del niño Jesús. Estas celebraciones datan de la época del virreinato de la Nueva España y son producto del sincretismo de las culturas mexicana y española, el trasfondo fue borrar de tajo el culto a Huitzilopochtli y la antropofagia ritual practicada por los mexicas que tanto traumó a los invasores españoles.

Para la posada salvadoreña, mi madre mandó a fabricar cinco piñatas en forma de estrella con siete picos que significaban los siete pecados capitales y las rellenó con dulces de colación, caña de azúcar, jocotes, jícamas, mandarinas y cacahuates.

Ella misma hizo los “aguinaldos” con dulces y frutas para los niños que llegaran e imprimió copias con las letanías del ora pronobis y los cantos de entrada de los peregrinos. Mezcló la fruta y los ingredientes del ponche y elaboró otro con piquete para los adultos. Le pidió a Cesáreo el jardinero que comprara cohetes de vara para realzar el acontecimiento y lanzarlos en un momento de apoteosis y que colgara una a una las piñatas con fondo de olla de barro.

La familia Otero recibiría gustosa a María, José, la mula y el buey para hospedarlos una noche fresca cercana a la navidad. Yo asumí una actitud arcangélica acorde a mi nombre en los días previos, pero la tarde antes de la posada, sucumbí a la furia a mis ocho años cuando me enteré, que Mario Saúl, un vecino que vivía en la calle Las Jacarandas había golpeado a mi amigo Fito de cinco y esa agresión traería consecuencias gravísimas.

Dicen que los niños son crueles, algo hay de cierto en ello, y entre el Chimbolo Jerez, Coqui Morales y yo le propinamos un severo escarmiento al vecino pendenciero y nos incorporamos justo a tiempo a los peregrinos de la posada como si nada hubiese pasado.

Pero si pasó. Los papás del vecino llegaron enardecidos clamando castigo para esa sarta de niños criminales, golpeadores de su inocente vástago.  Mario Saúl, convenientemente silencioso, omitió confesarles haber agredido a un infante mucho más pequeño que todos nosotros.

Mi madre curtida en quejas de padres de familia y querellas entre niños, no en vano procreó tres hijas y tres hijos, sorteó los cuestionamientos con sabiduría, les regaló ponche cargado a los quejosos y me llamó aparte para que le contara lo sucedido.

Fito era nieto de Adelita, su gran compañera, mi madre se indignó por lo relatado, lo único que le pareció excesivo fue la participación de nosotros tres, por lo demás Mario Saúl se lo había buscado por abusivo.

Y reventamos las piñatas con los peregrinos que llegaron en el nombre del cielo a pedir posada y hubo alegría y perdón para nuestras ofensas, mientras las estrellas nos cubrían con su manto de luces.

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*Gabriel Otero. Fundador del Suplemento Tres mil. Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, con amplia experiencia en administración cultural. 

Ilustración del autor de Jonathan Juárez   

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