José M. Tojeira
Hace ya bastantes años el cantautor nicaragüense Carlos Mejía Godoy cantaba en estas fechas navideñas un nuevo tipo de villancico que nos deseaba a todos una feliz Navidad en justicia y libertad. Han pasado más de 40 años y la libertad, escasa para los pobres, sigue en riesgo para la mayoría. La justicia -especialmente la justicia social- continúa siendo el gran déficit de nuestras sociedades, construidas sobre el poder del dinero, de la propaganda y de las armas de una minoría. Antes se hablaba de oligarquía, una palabra culta, para definir a estos grupos minoritarios. Hoy, en la pobreza de los análisis existentes, incluso las palabras cultas se han desechado. Se ha sustituido la reflexión y el debate por el insulto, la mentira y la falta de perspectiva.
Sin embargo, aun en medio de la barahúnda política y de la propaganda comercial, la Navidad vuelve a llegar a nosotros. Y llega siempre con su mensaje original. El Dios grande y poderoso, misericordioso y bueno, se hace humano y nace pobre para enriquecernos con su pobreza y darnos la salvación. Podemos adornar el nacimiento de mil maneras, ponerle en los cuadros y en las imágenes vestidos más o menos bonitos a José y María, pero el niño siempre está semidesnudo y recostado entre pajas. Dios quiso resaltar de tal manera la dignidad de la persona humana que decidió hacerse carne en una familia de migrantes pobres, perseguidos, y nacer en el abandono de un mundo insolidario que no tenía sitio en la posada para una mujer embarazada y a punto de dar a luz.
No sería cristiano mirar al Niño, al divino Niño que nos gusta llamarle, y no sentir solidaridad, deseo de estar allí, aunque sea con la simple solidaridad del niño tamborilero del villancico. Y de la misma manera, tampoco es cristiano celebrar la Navidad olvidándonos de los que sufren. Nos gusta hablar de paz en la Navidad, y eso es indudablemente bueno. Pero la paz que el Señor nos trae no es simple reconciliación entre los desavenidos. Es la paz que se desprende de la justicia del Reino de Dios. Monseñor Romero, hoy nuestro San Romero, Rutilio Grande, que pronto será beatificado, lo entendían muy bien. De Rutilio son aquellas palabras que, hablando de la Eucaristía, insistían en que cada cual tendría su taburete y a nadie le faltaría el conqué.
Hoy, cuando estamos golpeados por una pandemia, cuando la pobreza y el desempleo han crecido en El Salvador, cuando estamos a punto de celebrar unas elecciones en medio de insultos y confrontaciones, cuando no vemos por ninguna parte un plan serio y consensuado de recuperación del país, debe surgir, a la luz del Niño recién nacido, una pregunta y cuestionamiento; ¿cómo debemos celebrar la Navidad? Hay respuestas evidentes: en familia, en armonía, con espíritu de descanso y esperanza, después de un año duro. Están bien las respuestas, pero nos quedan otras preguntas ¿qué más puedo hacer por mi hermano en necesidad? ¿cómo puedo contribuir a frenar mentiras, odios e indiferencias ante el dolor de los pobres?, ¿dónde debo poner mis esfuerzos, mi palabra y mi acción para que El Salvador avance hacia una mayor justicia social? Son preguntas siempre pendientes, pero que se vuelve urgentes en Navidad. No podemos continuar sin cuestionarnos lo poco que hemos hecho por los más pobres, y sin recordar y comprometernos con lo mucho que nos queda por hacer. Muy pronto estaremos hablando de los doscientos años de independencia nacional. ¿Habrá que esperar otros doscientos años más para lograr la paz con justicia? Pensar en El Salvador, en todos los que componemos y hacemos este país, y especialmente en los empobrecidos y los vulnerables, y al mismo tiempo pensar un El Salvador distinto, más fraterno, igualitario y justo es, en estas navidades, una urgencia cristiana.