Luis Armando González
Definitivamente, doctor una sociedad no puede ir a la deriva, treatment movida por las inercias de los comportamientos atomizados de sus miembros o por los giros improvisados que estos últimos realizan, debido a cualquier circunstancia que obliga a ello. A semejanza de lo que la visión neoliberal promueve en la esfera económica –la competencia feroz entre empresas, en un sálvese quien pueda fuera de control— en la sociedad salvadoreña se ha incrustado un salvaje “neoliberalismo social”, según el cual cada individuo está en lucha permanente con otros, compitiendo por cualquier cosa, en una guerra de todos contra todos que deteriora la convivencia social y genera una violencia sorda, constante, que impide vivir en paz.
La convivencia social cotidiana en El Salvador es sumamente difícil y complicada. El desorden social es algo normal. Una expresión grave de ello –una expresión cotidiana— es la saturación vehicular de calles y avenidas, así como los interminables flujos de personas de un lado para otro a lo largo del día. Normalmente, salir del lugar de vivienda hacia el lugar de trabajo o estudio está plagado de variadas complicaciones, siendo una de ellas la misma saturación de vehículos y personas. Este “caos normal” reclama una intervención estatal que lo regule y ordene, pues es un atentado contra la salud pública. No pueden circular tantos vehículos (ni tanta gente) al mismo tiempo; pero una regulación de la circulación de vehículos y personas no puede hacerse sin una regulación de horarios laborales y de estudio (o esparcimiento) públicos y privados. Sólo el Estado puede hacerlo.
Al “caos normal” se suman perturbaciones menores o mayores (por ejemplo, las debidas a situaciones de desastre) que dan lugar a situaciones francamente críticas. En El Salvador estamos atrapados en lo que se puede denominar “el síndrome del enfermo” que se niega a reconocerse como tal o que otros no reconocen como enfermo. En el marco de este síndrome, es usual que una persona con un serio quebranto de salud trate de comportarse como si no lo estuviera o que otros –que se niegan a reconocerle su situación de persona enferma— le impongan tareas y le hagan exigencias como si estuviera bien de salud.
Se suele ver a estas persones, en distintos ámbitos laborales, haciendo un enorme esfuerzo por realizar las tareas que normalmente tienen que hacer, con graves consecuencias para su salud y sin poder rendir como lo harían en una situación normal. Una situación crítica de enfermedad altera inexorablemente la normalidad y la persona enferma debería acomodarse, sin resistencias, a esa situación. Y lo mismo quienes esperan de ella un resultado, como jefes o empleadores. Es un asunto de derechos humanos, pero también de realismo: una persona con su salud deteriorada, aunque lo quiera, no rinde los mismos resultados que cuando está en buenas condiciones de salud.
Ese síndrome se aplica la sociedad salvadoreña. Pese a que haya situaciones críticas (ambientales, sanitarias, en el transporte público o en la infraestructura vial), la gente trata de comportarse de manera normal (o se espera de ella que lo haga de manera normal), como si nada sucediera, con las inercias cotidianas propias de momentos en los cuales no se tenían los factores críticos que, de pronto o previamente anunciados, alteran las vías de comunicación y el acceso a lugares clave de trabajo o estudio. Es imposible hacer cosas normales en situaciones anormales. Y cuando eso se intenta, el caos y el desorden se hacen extraordinarios, frustrando a quienes se ven imposibilitados de hacer lo de siempre, dada la anormalidad prevaleciente.
Cuesta entender que situaciones anormales en la sociedad –al igual que en el cuerpo, por razones de enfermedad— requieren de las adaptaciones sociales a esas situaciones, porque buscar la normalidad en ellas termina agravando las dinámicas sociales de convivencia. O sea, situaciones sociales anormales –sobre todo si son extremas— requieren de una planificación y de un ordenamiento que permita a la sociedad adecuar sus ritmos laborales, de estudio y de recreación a esa anormalidad. Y esta enorme tarea sólo la puede realizar el Estado.
Por ejemplo, si vías de comunicación importantes son cerradas –por razones de construcción o de protección ante riesgos— se debe planificar y ordenar el acceso realista de las personas a sus lugares de empleo y de estudio, y esto con el supuesto de que la normalidad se ha trastocado y que imponerse un desplazamiento normal o imponerlo a otros lo único que hace es tensionar la convivencia social –por la competencia desaforada y traumática por cumplir con las obligaciones de horario—, sin que la normalidad se pueda asegurar (o si se logra es a costa de agresiones y riesgos que deterioran la convivencia social).
Es el Estado el que debe asegurar la adaptación social a la anormalidad social, especialmente cuando ésta es crítica. De lo que se trata es de vivir con la mayor normalidad posible en el marco de anormalidades sociales graves. Pero no de vivir de espaldas a la anormalidad. El Estado es el que debe marcar la pauta de esos posibles, coordinando con las distintas instancias empresariales, gremiales, institucionales, municipales y educativas la mejor estrategia para que la anormalidad no paralice a la sociedad, evitando que sus miembros actúen, guiados por un “neoliberalismo social”, según un “sálvese quien pueda” con el que buscan vivir de manera normal una situación anormal.