Luis Armando González
La situación -verdaderamente crítica- generada por el Coronavirus invita a una reflexión sociológica (y ética) acerca de los hábitos sociales-culturales y las concepciones económicas predominantes, pues son ambas las que están siendo desafiadas por la propagación de ese virus y también por las medidas sanitarias que esa propagación exige. Aparte de los aspectos especializados –biológicos y médicos— del fenómeno, lo que es evidente es que el virus se contagia con facilidad pasmosa y que cualquier persona, aunque sea fuerte, joven o no pertenezca a grupos poblacionales en riesgo, puede ser invadida y convertirse en una transmisora del mismo. De esta evidencia, directa y simple, se sigue una consecuencia que choca con los hábitos sociales y culturales y con las concepciones económicas predominantes, cual es que las personas deben quedarse en su casa, reduciendo al mínimo el contacto con terceros.
Comenzando con los hábitos socio-culturales predominantes, han salido a relucir los déficits en valores como la prudencia, el autocontrol e incluso la soledad, lo mismo que lo erosionadas que están las formas de convivencia cercanas, familiares y comunitarias, pero referidas estas últimas al espacio social que rodea el entorno familiar. La masificación consumista, con gente acostumbrada –desde hace unas tres décadas— a realizar una parte de su vida fuera del ámbito familiar-comunitario, ha sido contraproducente a la hora de ponerle freno a un virus que, como se anotó, se propaga con suma facilidad a través del contacto interpersonal.
Insistir en el individualismo privatizador y posesivo, como rasgo cultural y económico de nuestro tiempo hizo de perder de vista aspectos más sutiles de la cultura (y la economía) actual, como por ejemplo el hecho de que lo privado se ha diluido en lo público-masificado. O sea, lo privado –o lo que se considera tal— es una simulación, pues las personas están volcadas (o expuestas) incluso en sus momentos más íntimos a un público difuso, anónimo y masificado. Los grandes centros comerciales, los complejos turísticos y los parques temáticos son -en lo físico- los espacios en los que las personas realizan su “individualidad”. En el ámbito virtual, lo son las llamadas “redes sociales” que, naturalmente, no colman las ansias de quienes sienten que sin el gregarismo no pueden ser felices. Está tan arraigada, en la conciencia, las emociones y los hábitos de muchas personas esta forma de vivir que la idea de tener que quedarse en casa sonó (y suena) como una gigantesca locura. Gobiernos desbordados por la crisis sanitaria, como el de España, han tenido que emplearse a fondo para obligar a las personas a quedarse en casa.
En cuanto a las concepciones económicas predominantes, fuertemente productivistas, nada más difícil que aceptar que empleados y trabajadores se queden en casa. Lo primero que seguramente asaltó la mente de empresarios, ejecutivos y directores gerenciales fue lo que se perdería en términos de ganancias si la gente dejaba de ir al trabajo. Hicieron caso omiso de la lógica económica más simple que indica que cualesquiera sean los costos que suponga que empleados y trabajadores dejen de laborar (incluso en el caso límite que no hagan nada en casa), mientras dura la crisis, esos costos siempre serán menores que los costos implicados en una propagación masiva del virus, pues a la pérdida de horas laborales de los afectados habrá que sumar los costos médicos para su recuperación y la de las personas contagiadas por ellos.
En algunos países esta lógica ha terminado por imponerse, ante la arremetida una realidad biológica que no tiene en consideración los ruegos y sueños de los seres humanos. En otros, está costando tomar decisiones que, desde todo punto de vista, son las que se tienen que tomar. Desde la visión económica establecida, nada más chocante que enviar a alguien a su casa, con su salario garantizado, sabiendo, casi con total certidumbre, que no hará nada productivo para la empresa o institución para la cual labora. Desde esa visión, lo mejor es seguir ejerciendo el control de siempre, en el lugar de trabajo, sobre trabajadores y trabajadores, especialmente si estos no pertenecen a un grupo poblacional en riesgo. Pues bien: esa visión es contraproducente con la dinámica expansiva del Coronavirus. Ya se dijo, pero hay que rematarlo: es un virus que puede ser propagado por cualquier persona, incluso aunque esta sea joven, sana y fuerte. Y es probable que una persona sana, fuerte y joven no caiga en una situación de salud crítica, pero si entra en contacto con familiares vulnerables –hijos, hijas, padres, abuelos— lo más probable es que los contagie.
Evitar males mayores significa hacer a un lado la visión económica predominante. España e Italia, por lo que indican las noticias al respecto, se han visto forzadas a ello, obligando a las personas que se queden en casa sin más propósito que el de detener la propagación del virus. Consideraciones económicas inmediatas han pasado a segundo plano, poniendo en su lugar una visión de supervivencia humana que es la justificación última de cualquier decisión económica. Y es que ninguna economía es posible, ni tiene sentido, con una población diezmada y agonizante. Esta es una lección que no conviene olvidar en esta crisis suscitada por el Coronavirus.
Pero también, cuando pase la crisis, será bueno que se reflexione acerca de lo desencaminadas que andan nuestras sociedades, nuestra cultura y nuestra economía. El consumismo masificado y el productivismo economicista no deberían ser identificados con la felicidad plena. Son parte del mundo actual y abren posibilidades de realización a las personas, pero deben ser controlados por los Estados y las sociedades, pues si están desbocados atentan contra la felicidad y el bienestar más cercanos a lo vital, como lo son la salud, la alimentación, el sueño y las relaciones cara a cara con quienes no son cercanos. Que es posible un cambio de rumbo, en los hábitos, costumbres y visiones de la vida, lo vemos en estos días en nuestro país, El Salvador. Es de desear que, cuando todo esto pase, no retomemos el camino, realmente pernicioso, del consumismo y el productivismo desbocados.