Luis Armando González
Poco a poco, se va haciendo evidente la necesidad de impulsar y dar vida a un diálogo político que permita replantear el rumbo de El Salvador de cara al futuro. En un contexto fuertemente polarizado, complejo y con urgencias de todo tipo es difícil que se abra espacio la tesis de que es urgente hacer un alto en el camino para debatir, seriamente, sobre la situación actual del país, sus problemas inmediatos, pero también sus problemas estructurales, el modelo de país que se desea y las mejores formas no sólo de resolver los problemas nacionales, sino de diseñar un modelo de país en función de los intereses y bienestar del conjunto de la sociedad.
Es mucho lo que está en juego como para tomarlo a la ligera o comer ansias queriendo, precipitadamente, quemar etapas en vistas atender asuntos inmediatos que, aunque graves y preocupantes, deben ser vistos y tratados en su debida perspectiva, es decir, en un marco estructural e histórico. Así, no tiene sentido el llamado de las gremiales empresariales –en nota informativa recogida por La Prensa Gráfica (12 de octubre de 2016) en la que se señala que el gobierno de la República “debe pasar del diálogo a la acción”, pues el diálogo –en la línea de dar paso a acuerdos de envergadura nacional— apenas está dando sus primeros pasos.
Esos acuerdos todavía no existen, y es justamente a ellos a los que debe apuntar un diálogo político que en verdad busque no sólo atender temas urgentes e inmediatos –que deben ser abordados y resueltos lo más pronto posible—, sino temas de largo plazo (modelo económico, estructura tributaria, finanzas públicas, reforma educativa, por ejemplo) que permitan un diseño de país en el que superen los males prevalecientes en El Salvador de ahora.
O sea, la naturaleza del acuerdo político que el país requiere debe tener el alcance de lo logrado y conseguido con los Acuerdos de Paz de 1992. Es decir, lo que se hace imperioso, en un nuevo contexto nacional y mundial –con nuevas dinámicas, problemas y desafíos—, es un nuevo Acuerdo de Nación, que ponga a punto y ratifique las conquistas de 1992, pero que complete aquello que quedó pendiente, por ejemplo en materia socio-económica, y permita proyectar a El Salvador hacia un mejor futuro, con bienestar y convivencia pacífica, para los salvadoreños y salvadoreñas.
No es poca cosa lo que se espera de un diálogo político en estos momentos y de cara a las celebraciones del XXV Aniversario de los Acuerdos de Paz, en enero de 2016. Y como no se está hablando de algo sin importancia, el asunto debe ser tomado con la mayor seriedad, sin precipitaciones e inmediatismos que a lo mejor pueden satisfacer intereses particulares, pero no los intereses de la mayor parte de la población, para la cual El Salvador no es el país en el cual desea vivir.
Por lo dicho, es preciso que se genere en clima de opinión generalizado a favor de un diálogo político de envergadura y con visión de país. Como ya se dijo, hay temas urgentes que deben ser resueltos ahora mismo, y es bueno que esos temas sean tratados a partir de acuerdos entre los distintos sectores de la vida nacional. Pero lo urgente y lo inmediato no deben ocultar lo que está detrás, como problema de fondo. Y esto es lo estructural, que es lo que configura el tipo de país que tenemos en materia económica, social, cultural y política. Un nuevo Acuerdo de Nación debe debatir en torno a lo estructural y llegar a consensos mínimos acerca de temas estructurales que son lo que, al ser cambiados, le van a cambiar la vida a la sociedad salvadoreña.
Además de un clima de opinión favorable, el diálogo político (en el sentido planteado) requiere una dosis enorme de voluntad y buen juicio por parte de los distintos actores de la vida nacional. Sin voluntad política, difícilmente se llegará a acuerdos sobre temas sustantivos; y lo que se tendrá será, seguramente, un juego de espejos con fines políticos electorales. Los fines político electorales no tienen por qué ser contrarios a un compromiso serio en la búsqueda de soluciones negociadas a los problemas del país. Pero eso supone dar a lo político electoral una dignidad distinta a la de conseguir cuotas de poder sin importar cómo se obtienen.
En tercer lugar, un diálogo político serio y con visión de país debe partir de reconocer los graves problemas de El Salvador en materia económica, social, educativa, cultural y política no como surgidos por generación espontánea, sino en su génesis y evolución, de modo que se entienda bien cómo fue que terminaron siendo lo que son en la actualidad.
En la misma línea, debe entenderse que esos problemas se gestaron a partir de decisiones (de consecuencias queridas y no queridas) que tomaron actores concretos, no pensando en el conjunto de la sociedad, sino a partir de intereses particulares. Un nuevo Acuerdo de Nación debe cambiar del lugar desde el cual ver las cosas: se tiene que hacer desde la sociedad en su conjunto, especialmente desde sus sectores más vulnerables y desfavorecidos.
Y por último, se debe recuperar una visión estructural de los problemas. Ya sea que aborde el tema fiscal, el tema salarial, el tecnológico, el educativo o el de pensiones, las implicaciones inmediatas de estos temas –y la urgencia de resolverlas— no deben obviar su conexión con problemas estructurales que de no ser resueltos van a dar lugar, de nuevo, a dinámicas perniciosas para la sociedad como las que se tienen actualmente.