Orlando de Sola W.
Pocos recuerdan que en 1848 el ejército de Estados Unidos invadió México, completando un movimiento que comenzó en el Atlántico, con las trece colonias originales, y terminó en el Pacífico, con California. Invadieron México desde el norte por Monterrey, desde el este por Veracruz y desde el oeste por Manzanillo.
El conflicto comenzó en Texas, en 1836, por disputas territoriales entre colonos estadounidenses y el gobierno mexicano. Pero no terminó hasta 1848, con la invasión de la capital mexicana y la pérdida de la mitad del territorio, que incluía Texas, Nuevo México, Arizona, Nevada, Utah y California.
No sabemos porque se retiró de la capital mexicana, pudiendo haberse quedado con los territorios al sur, como lo hizo con los del norte del Río Grande, pero es evidente que sin ellos Estados Unidos no sería lo que ahora es.
Cincuenta años después, en 1898, Estados Unidos conquistó por guerra lo que quedaba del imperio español, obteniendo Cuba, Puerto Rico, Guam y Filipinas. Sus relaciones internacionales se volvieron imperiales cuando el presidente Wilson declaró en París su intención de “hacer el mundo mas seguro para la democracia”. Eso fue en 1919, después de la Primera Guerra Mundial.
Se dice que el imperialismo produce colonialismo. Por eso Colonia, fundada por los romanos, es la ciudad mas antigua en Alemania. Después vinieron otros imperios, como el portugués, el español, y el británico, que colonizaron parte del mundo desconocido por los europeos. Pero el neocolonialismo comenzó en 1870, con la segunda revolución industrial, cuyos avances en fabricación, comunicaciones y transporte exigieron una nueva expansión territorial.
En 1875 se reunieron en Berlín las potencias europeas para repartirse el continente africano y el sudeste asiático. El neocolonialismo de esas potencias europeas amplió el mercado para sus nuevas manufacturas, pero también sirvió para obtener materias primas baratas, incluyendo caucho, metales preciosos y diamantes.
Bélgica, Alemania, Gran Bretaña, Francia y Portugal fueron los principales beneficiarios. España obtuvo Guinea Ecuatorial. Pero Estados Unidos se concentró en América Latina, cuyas venas abiertas nunca logró comprender, utilizando el consumo de sus habitantes y los abundantes recursos para crecer.
La llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos representa el inesperado renacimiento de una antigua tendencia aislacionista y proteccionista que podría cambiar el acostumbrado expansionismo.
La democracia ha sido un baluarte importante del neocolonialismo estadounidense. Pero pueden haber cambios, especialmente en Latinoamérica, un concepto que el Imperio Napoleónico inventó para abarcar, desde Francia, las culturas española, francesa y portuguesa que predominan al sur del Río Grande.
La influencia protestante y anglo-sajona de Estados Unidos, sin embargo, ha sido considerable. La voluntad norteamericana se expresó desde la Doctrina Monroe, en 1823, prohibiendo a las potencias europeas incursionar en su zona.
A partir de la Primera Guerra Mundial, durante la Segunda y en especial desde el fin de la Guerra Fría, Estados Unidos ha extendido su influencia por el mundo, abarcando aspectos socio-económicos, geopolíticos y culturales. Pero su principal aculturación consiste en la exigencia democrática, a veces convertida en anatema. Nuestra admiración y proximidad con esa gran potencia nos hace adoptar muchos de sus mitos y realidades, a veces sin comprenderlos, ni asimilarlos.
Cuando Estados Unidos invadió México, a mediados del siglo XIX, un grupo de mexicanos apoyó la intervención del Presidente Polk y el Congreso de entonces, por lo que fueron llamados Polkos. ¿Será posible que en El Salvador, en el siglo XXI, suceda algo similar? No lo sabemos. Pero si así fuera, los seguidores de Trump, su aislacionismo y proteccionismo, se llamarían Trompos.
Las maras, Macdonalds, Coca Cola; el narcotráfico, el lavado y otros fenómenos socio-culturales son parte de esa aculturación y neocolonialismo, igual que la problemática emigración hacia el norte. Debemos considerar que, al ser dirigida por Trump, la política exterior de Estados Unidos puede hacer giros inesperados, como mover el proyectado muro de Tijuana hasta Panamá, donde Trump tiene una torre y, por ser un estrecho istmo, es mucho mas fácil de controlar que la frontera mexicana. Mesoamérica, en ese caso, se fundiría con el resto de estados de la unión norteamericana, como pudo haberlo hecho desde 1848, con todas las implicaciones socio-económicas, geopolíticas y culturales del caso. ¿Será ese nuestro destino manifiesto?