Álvaro Darío Lara
Mi primer acercamiento a la poesía de Neruda, estuvo signada -indiscutiblemente- por el ámbito familiar. Recuerdo cómo gustaba a mi padre, y a muchos de los intelectuales y escritores de su generación, –esa generación aguerrida de los años 40- la producción del poeta austral.
De niño, aprendí el famoso “Poema 20”, que recitaba a papá, cada vez que me lo pedía. A veces, en ocasiones festivas, cuando, –enardecido por las bebidas espiritosas- emprendía esos viajes a través de las musas de la poesía, del tango y de su preferida Obertura 1812, Op.49 de Chaikovski. Asimismo, memoricé, de forma muy natural, muchos poemas de su predilección, como “¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán!” del viejo Whitman, y otros, que hoy – a una distancia de más de cuarenta años- me traen su recuerdo entrañable, en el antiguo comedor de la casa, tan vital, tan madrugador, y tan estudioso como era.
Sin embargo, no fue Neruda, nunca, uno de mis poetas favoritos. No lo fue quizás, por su grandilocuencia, por su enorme facilidad para hacer versos, por su océano infinito de palabras y palabras, dichas y redichas hasta la saciedad; por su meliflua acústica. Y sobre todo, porque media humanidad estaba –enamoradísima- de él. Igual me sucedió con otros escritores como García Márquez, Benedetti, Galeano y otros.
Aclaro, que estas no son valoraciones estrictamente literarias, sino en realidad, cuestiones de gusto, que son, por otra parte, perfectamente normales, y que jamás deben entenderse o interpretarse -bobamente- como un irrespeto, ni a la obra de los autores, ni al sentimiento de sus devotos adeptos.
Un clásico vivo del país, me dijo en una ocasión – a propósito de Neruda- que cuando un gran poeta muere, precisamente, por su descomunal presencia, el ambiente merece descansar de él.
Esto me pareció muy cierto. Por supuesto, que la adhesión política de Neruda, en medio de la bipolaridad del siglo XX, influyó, con determinación, para que su obra fuera divulgada y leída de forma masiva. Esta circunstancia –extraliteraria- también determinó el otorgamiento del Nobel por parte de la Academia Sueca. Y no es que Neruda, no fuera el estimado poeta que es. De ninguna manera. Lo que se puso de manifiesto, con gran evidencia, fue, la clara simpatía de la intelectualidad europea –dominante en la academia- por las causas políticas que Neruda representaba. Eran, en rigor, otros tiempos.
Pese a todo, el Neruda de “Residencia en la tierra” me cautivó desde mi temprana juventud. Me sedujo su factura renovadora, respecto a lo que el chileno venía escribiendo con anterioridad.
Esa incursión surrealista del lenguaje, llena de mágicos artificios, es la responsable de la creación de una obra muy sólida y sostenida. Por otra parte, su voz interior, donde deambulan los fantasmas de la desolación, la angustia, el desasosiego; las miles y miles de preguntas, sobre el propio yo, frente a la monstruosa realidad del mundo, me resultaron deslumbrantes.
El libro, dividido en dos partes fundamentales, registra poemas fechados entre 1925 y 1935; y, según sus biógrafos, tuvo como punto de partida, en su escritura, su estadía en Rangún, Birmania, donde el poeta llegó como diplomático menor en 1927.
La publicación de “Residencia en la tierra”, data del Madrid del año 35. Es un texto, con el cual, Neruda transita de su peculiar sintaxis poética de empalago amoroso, en el estilo de “Crepusculario” (1923) y “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” (1924), a otros más firmes hallazgos. Sin embargo, en mi opinión, su experimentación formal, se aquieta, después de “Residencia en la tierra”, para continuar con ese tono monocorde que caracterizará el resto de su obra, y que tanto agrada popularmente.
Aunque debo testificar, que ulterior al libro de marras, el único volumen del poeta, que me causó interés, fue su grueso tomo de memorias –publicado póstumamente- “Confieso que he vivido” (1974). Donde se encuentra, por cierto, una anécdota divertidísima, que narra la literal caída de Federico García Lorca, por los escalones de una torre, cuando corría a toda prisa, echado, por un Neruda, que lo enviaba a vigilar la entrada, mientras él se dedicaba a terminar de desvestir a una sensual y bella mujer, que yacía –espléndida-bajo la luna, sobre el piso del alto mirador.
En otra dirección, una ruta de investigación interesante, sería rastrear la influencia de Neruda en la poesía nacional, que es verdaderamente impresionante, sobre todo, en los conjuntos literarios de los años cuarenta, cincuenta y sesenta. Desde luego, este fue un fenómeno, insisto, muy común y explicable, en el caso de Neruda, y también, en el de otros notables escritores, cuya irradiación permeó los textos de los poetas, no sólo estilísticamente, sino a nivel de las preocupaciones propias del discurso literario, social y político de aquellos años.
Ahora, que retorno- momentáneamente- a Neruda, ¡cómo me place abrir, una vez más, la edición hecha por Bruguera, de “Residencia en la tierra”! Un libro de 1983, que nunca devolví, al bueno y querido amigo, que me lo prestó por unas semanas.
Vuelvo, entonces, al mirífico Neruda de los vibrantes fuegos eróticos: “Los jóvenes homosexuales y las muchachas/ amorosas,/ y las largas viudas que sufren el delirante insomnio,/ y las jóvenes señoras preñadas hace treinta horas,/ y los roncos gatos que cruzan mi jardín en tinieblas,/como un collar de palpitantes ostras sexuales/rodean mi residencia solitaria,/ como enemigos establecidos contra mi alma,/como conspiradores en traje de dormitorio/ que cambiaran largos besos espesos por consigna”. (Poema: “Caballero solo”).
En su maravilloso poema dedicado a su amigo, Federico García Lorca, un Neruda residente en un verduzco y azul y perdido planeta, desnuda su voz: “Ciudades con olor a cebolla mojada / esperan que tú pases cantando roncamente, / y silenciosos barcos de esperma te persiguen, / y golondrinas verdes hacen nido en tu pelo, / y además caracoles y semanas, / mástiles enrollados y cerezos/ definitivamente circulan cuando asoman/ tu pálida cabeza de quince ojos/ y tu boca de sangre sumergida”. (Poema: “Oda a Federico García Lorca”).
Con la sabia ironía, propia de la historia, después de “mares y mares” de interminables luchas humanas, acaso lo que quede -más allá de la ideología y la política- luminoso, sobre la playa del futuro, sea el poema profundamente concebido, la bella obra del artista, el recuerdo de la efímera dicha; lo valioso, ganado o perdido. Quizás sólo eso.