José M. Tojeira
La política del miedo siempre ha traído atraso a nuestros países. Y ahora no faltan algunos de los grandes medios de comunicación promoviéndola. Como viene Trump hay que cuidar el lenguaje, dicen algunos. Otros insisten en que ya no se va a poder enviar a cualquiera a Estados Unidos a criticar a la embajadora. Si le faltamos el respeto a Trump puede echar a nuestros hermanos en el exterior y devolverlos a El Salvador. El miedo a Trump parece no sólo crecer, sino convertirse también en un arma más de nuestra polarizada política. Ser de izquierdas es todo lo contrario, supuestamente, de lo que Trump representa, y por tanto nuestro gobierno, supuestamente izquierdista, será mal visto por el nuevo presidente norteamericano. No hay duda de que incluso algunos están disfrutando al imaginar algún dardo verbal contra nuestro Gobierno que pueda lanzar el hasta ahora incontinente twitero Donald Trump. Y por supuesto que puedan utilizar con pompa y titulares rimbombantes nuestros cultivadores del miedo.
Pero la política del miedo nunca ha dado resultados. En la historia de América Latina, cuanto más dependientes han sido nuestros países respecto a los Estados Unidos peor les ha ido en su propio camino al desarrollo. Las en otro tiempo llamadas repúblicas bananeras siguen siendo las más subdesarrolladas de América Latina. Y ya sabemos de quién dependían. Aunque los golpes de Estado han sido una plaga en muchos países, los golpes “pro gringos” generalmente han multiplicado la corrupción allí donde se han dado, aunque ésto no sea patrimonio exclusivo de los militares educados en los Estados Unidos. Ya hace años decía un observador político que no hay peor golpe de estado que el que ya no es necesario. El miedo hace con frecuencia el mismo efecto que podría causar un golpe, sin los traumas y desprestigio internacional que el mismo implicaría.
Lo contrario al miedo no es el insulto o la provocación, como a veces lo consideramos dentro de nuestra tendencia bipolar en el análisis político. Al revés, el insulto y la provocación no hacen más que reflejar otra forma del miedo, anclada en lo que llamaríamos complejos sociopolíticos de inferioridad. Lo verdaderamente contrario del miedo es el mantenimiento de la propia personalidad, unida a la libertad y el respeto. En política esto se llama democracia y radical respeto a los Derechos Humanos. Nadie tiene que tener miedo a denunciar violaciones de Derechos Humanos. Y es precisamente esa libertad y respeto a los derechos básicos los que dan personalidad internacional a un país. Donald Trump, Obama, Putin o Xi Jinping no son personas ni representantes de Estados que estén por encima de los Derechos Humanos. Y cualquier país, por pequeño que sea, puede y debe reclamar a estos dignatarios si las autoridades de su nación violan Derechos Humanos. El miedo no es más que una forma de oportunismo. La fuerza de los pueblos está en su comportamiento ético, en su reconocimiento de errores cuando se den, y en su coherencia con los valores de humanidad. Temer a Trump es simple y sencillamente empezar a darle la razón a las sinrazones que decía cuando era candidato. Decir verdad con paz y con respeto es la mejor manera de darse a respetar. Incluso los golpes recibidos por defender la verdad acaban siendo reconocidos no sólo como muestras de valentía y coherencia ética de quienes los reciben, sino como pasos importantes en el desarrollo de un país. Porque los países nunca se desarrollan desde el miedo a la fuerza de quienes no respetan el derecho ajeno. Lo que es cierto para las personas lo es también para los países.
Cuando se acerca un nuevo año, y con él algunos cambios importantes en los escenarios internacionales, lo que hay que prevenir es el mayor arraigo en, y mayor defensa de los Derechos Humanos. Sin ello no hay futuro para nuestros países. Quienes tienen su confianza puesta en los cambios de coyuntura internacionales no confían en realidad ni en su propio país ni en su gente. Y por eso mismo nuestra propia gente tiende a despreocuparse y desentenderse de la política, entendiendo esa que debía ser una noble profesión como un trabajo de tramposos. Los políticos deben recuperar la confianza de la gente desde su compromiso con las necesidades de la gente. Nadie confía en empresarios que combaten contra un aumento del salario mínimo que lo haga caminar un poco más aprisa hacia el salario decente.
Nadie confía tampoco en políticos que viven bien o tienen economías oscuras, mientras un tercio de la población vive en la pobreza y otro tercio se encuentra en una situación en muchos aspectos vulnerable. Y menos confiarán todavía si nuestros políticos son incapaces de levantar la voz ante posibles atropellos de los Derechos Humanos de nuestros hermanos en el exterior. Una voz que debe levantarse si hay abusos y tiene que ser coherente con la defensa de la igual dignidad de la persona humana, debe partir de la racionalidad fraterna y solidaria, tocar los problemas con realismo en vez de con discursos vacíos, y esforzarse por representar la dignidad y valentía de nuestra gente trabajadora, nunca ilegal, incluso en la eventualidad de que carezca de papeles. Porque en un mundo que es de y para la humanidad, nadie es ilegal. Nadie deja de ser persona ni deja de tener derechos. Y mucho menos los migrantes.