René Martínez Pineda *
No me gustan los lunes; definitivamente no me gustan, a tal punto que estoy tentado a sugerir que se promulgue un decreto que obligue a todos a que no nos gusten los lunes porque son, si nos fijamos, la constancia palpable de que no se puede alargar o retroceder el domingo y, sobre todo, porque parece que sus horas son más largas que las de los otros días, y por eso se hace interminable, hasta la agonía, la llegada de los martes. Ineludible para la vida moderna: el lunes y su forzosa esperanza de que la ceniza de la semana será mejor que la anterior, aunque no lo creamos en el fondo. De modo que los lunes significan el inicio de una nueva vieja vida, la vida que amanece o que anochece, eso lo sabremos hasta el martes, cuando ya es demasiado tarde para algunos o para todos, lo cual se sabe ya cuando no podemos distinguir entre un error y un acierto, o entre un beso y una promesa del misterio.
La nueva vida que amanece o que anochece –da igual desde la perspectiva de la herida- es una diminuta luna anaranjada con ombligos enterrados que habré que regar o abonar hasta la demencia tutorial y convidarlos a que jueguen su propia emboscada contra la injusticia y su cizaña benefactora que nos paga salarios mínimos que, más bien, son un insulto máximo a la premisa civilizatoria. De eso nos damos cuenta los lunes en que, sincerándonos, nos descubrimos más viejos y más feos y más tontos en el espejo, y el espejo –como los periódicos- no mienten, ni siquiera cuando nos están diciendo mentiras en la cara. El martes y los miércoles, sin embargo y con embargo decretado, son el escaso y pobrísimo pan recién horneado de la conciencia colectiva; son banderas de acuarela arriadas a la carrera contra el frío de la nostalgia; son agua levemente pura para la sangre con anemia y sus feroces trombos de lucha callejera que busca reivindicar, a fuerza de palabras, los besos no dados, que son, al final de todas las cuentas, los elementos maternos y simbólicos que no deben ser expulsados del desarrollo local de los corazones buenos.
Pero los lunes –ah, los lunes, los feos lunes y sus patitas deformes de tarántula escatológica que caminan, mansamente, sobre los pecados capitales inducidos por el capital- no pasa nada que sea memorable para el espíritu carnal que, inexorablemente, envejece en las malas noticias de la semana anterior que no hablan de hazañas indecibles desde hace muchos años. Y contra los lunes que no me gustan, los martes y los miércoles –y hasta los sábados bienhechores- que lavan la ropa ajena; y contra la nostalgia irreal, la intimidad real que brota, de súbito, en las esquinas rosadas del suicidio filantrópico; y contra la desesperada desesperación, la voz de los sin voz, la voz del pueblo repicando como loca en las ventanas carentes de ojos del lugar secreto donde se amamantan las metáforas y los contrapuntos.
No me gustan los lunes, no me gustan; me fascinan los miércoles porque en ellos se decodifica –al estilo del Sherlock Holmes sociológico- todo el sentir que es evidente hasta para los paupérrimos ciegos de los portales de los almacenes tan históricos como ellos. Decodificar, traducir, inventar, fluir, armar el rompecabezas de un perico rojo, iniciar la marcha triunfal y el cortejo marcial hacia la otra nación que nos espera con brazos y piernas abiertas; volver sobre los muchos olvidos de la pírrica memoria y recuperar los viejos oficios ignorados por la antropología; los viejos oficios de los caballeros andantes y los mártires sin sufrientes que ahora son -para evadir ilesos los lunes y su costra salina- nuestros deberes; esos oficios que andan todavía por allí contándonos las costillas y siguiendo nuestros pasos para que no equivoquemos el rumbo ni desechemos nuestras obligaciones, sobre todo las cotidianas: el desayuno nutrido y el sueño placentero sin oír el ladrido de las boletas de empeño; el sigilo y su sigilo básico para la sobrevivencia; la acción social con actos individuales; la vida con vida y no medio muertos.
No me gustan los lunes porque en sus largas horas exigimos, inútilmente, que nos deseen como agua de mayo o que nos drenen; exigimos, por desesperación, que nos dejen solos con nuestra soledad atados a los arcángeles sin espada; que no tomen prisioneros desde ahora para no seguir a los pies de las imágenes que las lágrimas filtran; exigimos que cambien la herida por la cicatriz anestesiada que nos invita desnuda a la mesa del nuevo júbilo; que las mujeres depositen su fresco ardor de alucinógenos hongos sobre el incendio que se aviva en la voz de las reclamaciones; exigimos, ya cuando el martes es inminente, la sonrisa que cura hasta las laceraciones más inmediatas y el fusil de palabras que le quita lo opaco al miedo a lo desconocido; exigimos el abrazo sin brazos; la interina cuna para la destetada metáfora que un miércoles o un viernes desenterramos e ingenuamente repartimos en la vecindad de la utopía sin ojos .
Los lunes y sus insalubres siete de la mañana rompiendo el calendario y las malas noticias de aumento salarial y corrupciones galopantes; la luz de las paradas de buses malolientes dibujando las fronteras del cansancio obrero para que odiemos la huida de las cobijas flatulentas y tibias. No es por el frío súbito de los lunes, porque siempre ha estado ahí esperándonos. No es por el faro del fin del mundo que crucifica los deseos de pan con frijoles. Ni siquiera es por la utopía ni por su sexo inédito al no estallar en la piel, ni por la indescifrable cueva que acaba de morir en el agua que no la inundó.
Pero todos los pueblos tienen los lunes que se merecen; a mí no me gustan los lunes, ya lo confesé; me gustan los martes y los miércoles porque recupero –a pesar de aquel día- una sensación arcaica y divinamente inconsulta como mi puño izquierdo en alto o mi entrañable don de hablar con el cielo cuando está petateado de girasoles, y olvido el miserable semen paterno que no reconozco en mí para poder ser un desnudo incendio. Pero, cómo dejar de ser como soy tempranamente en realidad: con miedo, con manos prestas, con un lunes cada semana. A pesar de los lunes, prometo no olvidarme de la risa fantasmal.