Luis Armando González
Desde hace un tiempo se escucha, en algunos ambientes, una especie de algarabía por el llamado “Bicentenario”. Se hace referencia con ello a los dos siglos transcurridos desde la proclamación de la Independencia de Centroamérica, respecto de España, fechada el 15 de septiembre de 1821. Para las vidas personales y para las sociedades dos siglos son mucho tiempo; y en el caso de Centroamérica y de cada una de las repúblicas que la conforman han sucedido, desde aquella época hasta el día de ahora, distintos procesos (políticos, económicos, culturales, migratorios, socio-ambientales) que marcan su presente y que condicionan, aunque no determinan férreamente, su futuro. Ríos de tinta han corrido, y seguirán corriendo, para analizar esos procesos y los detalles –tema que obsesiona a algunos especialistas– que tejieron su trama en cada periodo histórico.
Ahora bien, hay que cuidarse de la idea de que, en la historia de estas sociedades, todo comenzó hace 200 años. En el pasado inmediato están los casi tres siglos de vida colonial, con las estructuras políticas, económicas y culturales que se implantaron a lo largo de esos siglos y que se traslaparon con las dinámicas que se generaron después de la independencia. Y la mirada no debe detenerse aquí, pues las estructuras coloniales no borraron la realidad lo que existía (ni en lo demográfico ni en lo cultural ni en lo económico) previo a la conquista en las sociedades mesoamericanas, que por cierto no eran sociedades “originarias” en el sentido de haber surgido en la región, evolutivamente, como poblaciones de Homo sapiens.
La mirada tiene que dirigirse hacia atrás en el tiempo; hacia el norte de México; hacia el norte de América; y de ahí hasta Asia, 20 mil o 30 mil años atrás, cuando los ancestros asiáticos de los pobladores americanos cruzaron el estrecho de Bering e iniciaron, una vez que el estrecho se hizo intransitable, una vida independiente respecto de su lugar de procedencia. No venían con la mente en blanco y sin habilidades y capacidades de supervivencia. Traían un arsenal cultural propio, tecnologías, formas de convivencia y un cerebro como el de cualquier humano actual; y usaron todo eso para vivir en la inmensidad de tierra que tenían ante sí.
Crearon formas culturales con sus propias características, estilos de convivencia y tecnologías que respondía a los diversos entornos en los que se instalaron. Del norte migraron hacia el sur; al hacerlo, trasladaron acervos culturales, tecnologías y prácticas sociales hacia distintas zonas del continente, en donde este legado se diversificó y adquirió matices particulares, que no anularon su matriz de procedencia. No era extraño que cuando un grupo humano se instalara en un lugar se elaborara un relato fundacional para legitimar el derecho a la posesión del mismo, pero ese relato (de tipo mítico religioso) no era una narración histórica. La creencia de que “todo comienza a partir de nosotros” se hubiera desmoronado.
A estas alturas, cuando se cuenta con una abundancia de conocimientos científicos sobre la evolución humana, una creencia como esa es insostenible. Aplicado al bicentenario, es un correctivo a la idea de que para los pueblos centroamericanos todo comenzó en 1821. También es un correctivo para quienes están empecinados en defender una noción de “pueblos originarios” según la cual, antes de la conquista, hubo unas poblaciones que no habían llegado de ningún lado, que no tenían influencias culturales de nadie (lo de ellas era “propio”, “incontaminado”) y que vivían de manera idílica en una armonía social y con el medio ambiente.