Por Carlos Ernesto García
A mediados de los 80, gracias a un amigo cubano que me visitó en Barcelona, leí dos de los Premios Casa de Las Américas, el de 1980 y 1982, Los días de la Selva, del guatemalteco Mario Payeras, y La montaña es algo más que una inmensa estepa verde, del nicaragüense Omar Cabezas, del que años más tarde leería su segunda parte que se titula Canción de amor para los hombres.
Para entonces, en esa línea testimonial, solo había leído la novela del escritor salvadoreño, Manlio Argueta, Un día en la vida; pero aún estaban por llegar las lecturas de Las cárceles clandestinas, de Ana Guadalupe Martínez, y Nunca estuve sola, de Nidia Díaz, dos comandantes guerrilleras del ERP y del PRTC, respectivamente, que narran su experiencia en manos del aparato de represión de aquellos años de lucha revolucionaria en El Salvador.
Estos libros despertaron en mí un interés especial por las narraciones que me asomaron al rostro siniestro conformado por distintas dictaduras que asolaron a Latinoamérica en el marco del siglo XX. Novelas que van desde Yo el supremo, de Roa Bastos, hasta El Otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez, pasando por El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias; Ecce Pericles, de Rafael Arévalo Martínez, y más recientemente La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, libro al que le precedió Galíndez, novela del escritor y periodista español Manuel Vázquez Montalbán, que se adentra en los infiernos del dictador Rafael Trujillo en República Dominicana, centrándose en la figura del vasco Jesús de Galíndez, que fuera secuestrado, torturado y asesinado por orden expresa del dictador. Libro del que tuve el privilegio de tener entre mis manos el manuscrito que me confió su autor mucho tiempo antes de su publicación.
Más tarde fui leyendo otros libros más próximos a la realidad salvadoreña, como Miguel Mármol y Pobrecito Poeta que era yo, ambos de Roque Dalton, Las mil y una historias de Radio Venceremos, de José Ignacio López Vigil, Crónicas entre los espejos, de Eduardo Sancho (comandante Fermán Cienfuegos), ex miembro de la Comandancia General del fmln, Del ejército nacional al ejército guerrillero, del excapitán del ejército y luego excomandante del ERP, Francisco Mena Sandoval, conocido en la guerrilla, como «Manolo», y Luciérnagas en El Mozote, escrito por Rufina Amaya, Mark Danner, y Carlos Enríquez Consalvi (Santiago), que fuera responsable de Radio Venceremos (Voz oficial del FMLN), y en la actualidad director del MUPI (Museo de la Palabra y la Imagen) en El Salvador; lecturas, entre las que incluiría, por tratarse de procesos hermanos, La marca del zorro, del escritor nicaragüense, Sergio Ramírez.
De repente, publicada a principios de 2022, me encuentro con una novela testimonial que revuelve en mí todo ese universo que representó la revolución, salvadoreña y nicaragüense, de las décadas de los 70’ y los 80’, en el que, a través de la narración de la excomandante y una de las fundadoras de la RN (Resistencia Nacional), Myrna López Águila, nos presenta una obra magistralmente escrita, publicada en Zaragoza por Nautilus Ediciones bajo el título Renata, memorias de una guerrillera, en donde Myrna pone al descubierto a una sociedad cegada por el machismo, el ansia del poder y los privilegios, que llevaron a desvirtuar, en muchos casos, aquello por lo que otros ofrendaron sus vidas en aras de un futuro de justicia para todos.
Se trata de un testimonio desgarrador y valiente, en el que lo único que sostiene la lucha es la convicción del devenir de un mañana en el que se logre derribar un sistema patriarcal impuesto durante siglos por el opresor y que, por desgracia, aún hoy golpea a muchos revolucionarios, teniendo como víctimas silenciadas a las mujeres, entre las que la protagonista de la novela no es una excepción.
Salvada de la muerte por casualidad en un sinfín de oportunidades, Myrna (Renata) es testiga, en primera persona, de una estela de muertes, de hombres y mujeres valientes, por las que nadie ha dado cuentas y cuyas responsabilidades si acaso son juzgadas algún día será por la historia.
Su experiencia guerrillera, narrada en algunos momentos del libro con todo lujo de detalles, representa la vida de muchas otras mujeres que dentro de los procesos revolucionarios padecieron de los abusos, maltratos y, a veces, muerte. Extremos cometidos, irracionalmente, a manos de quienes eran sus compañeros de lucha. Una realidad que en los extramuros de esas revoluciones formaban parte de la cotidianidad de sociedades machistas como la salvadoreña y nicaragüense de aquellos años y de nuestro tiempo.
Más allá de ser una novela reveladora que te atrapa, de la primera a la última página, Renata, memorias de una guerrillera constituye un documento fundamental que, leída sin prejuicios, nos permite comprender que los procesos los hacen los pueblos, hombres y mujeres, con sus virtudes y miserias; es decir que, sin quitarle un ápice de su valor e importancia a ambas revoluciones, las nuevas generaciones están llamadas a realizar cambios sustanciales para la construcción de un mundo en el que reine la justicia social; pero que estos serán incompletos si antes no se lucha por resolver muchos otros aspectos, y cuyas claves las podrás encontrar cuando leas la novela y seas capaz de empatizar con su historia que, repito, es la de muchas mujeres.