Luis Armando González
Hace poco escribí una reflexión dedicada a octubre como un mes que da qué pensar. Me sucede lo mismo con noviembre y ambos meses tienen una conexión que marcó mi trayectoria personal y mis valores. El 15 de octubre de 1979 se produjo el último golpe de Estado registrado en la historia reciente de El Salvador. Diez años después, sólo que un 16 de noviembre (esta vez de 1989) morían asesinados tres de mis profesores jesuitas en la UCA, junto con otros compañeros suyos y dos colaboradoras (Elba y Celina Ramos). No soy amigo de jugar con las fechas o de creer que hay un “plan” para lo que sucede en el mundo, pero sí puedo decir que hay sucesos que expresan el “espíritu de la época”, sea lo que sea que esto signifique.
El golpe de Estado del 15 de octubre de 1979, en mi experiencia personal, fue una señal de esperanza, una señal de que al país se le presentaba la posibilidad de enrumbarse por un camino distinto del que, a juzgar por las dinámicas de ese año y de los anteriores (prácticamente, desde 1972), presagiaba un desenlace incontrolablemente violento. Ese golpe de Estado fue una ventana que se abrió ligeramente y se cerró en las semanas siguientes, cuando la “espiral de violencia” se hizo indetenible, dando al traste con cualquier esfuerzo que fuera contrario a ella. 1980 fue un año terriblemente duro, pero lo peor estaba por llegar: ese fue el anuncio tras el asesinato de Monseñor Óscar Romero, el 24 de marzo de ese año.
Una década sangrienta fue la que siguió a este atroz magnicidio. Una década que llegó a su momento culminante, en cuanto a sacrificios humanos, con el asesinato de los jesuitas de la UCA, en noviembre de 1989. Algún analista se refirió a esta época como “tiempos de locura”. No me gusta la fórmula, pues la locura tiene una justificación médica dado el poco o escaso control que tienen sobre sus actos las personas atrapadas en ella. Pero en El Salvador de entonces los crímenes que se cometieron fueron resultado de estrategias diseñadas para tal fin, por personas que conscientemente pretendían exterminar a sus “enemigos”. Fueron acciones racionalizadas las que se pusieron en marcha en esos tiempos violentos.
Viví con expectativas positivas el golpe de Estado de 1979, mismas que se truncaron en las semanas y meses siguientes. El asesinato de los jesuitas me sumió en una pesadumbre de la cual tardé varios años en salir. Cuando repaso mis vivencias de aquellos días, me veo caminando hacia la UCA, en pleno 16 de noviembre, en busca de una respuesta a los rumores que circulan en la calle: “dicen que han matado a los jesuitas”, “dicen que han matado a Ellacuría”. Recuerdo no dar crédito a esos rumores y decirle a mi familia, para tranquilizarla: “Ellacuría anda por España, es seguro que lo han confundido con el P. Rogelio Pedraz”. No era así: en efecto, mi profesor de filosofía había sido vilmente asesinado. Y con él mi otro querido profesor de también de filosofía: Amando López. Como ya dije, fueron asesinados otros compañeros suyos, y Elba y Celina Ramos. Pero con Amando y Ellacuría tuve una relación de apego más estrecha.
Pienso a menudo en ambos, aunque lo hago más en noviembre. Nostalgia, le dicen algunos. Yo: recuerdo agradecido. Tenían un talante distinto, y cada uno de ellos me dejó enseñanzas bien suyas. Ellacuría, el afán de nunca dejar de conocer y de hacer del conocimiento un bien social. Amando, la importancia del silencio y la ternura en el trato con los demás. Los dos me ayudaron a madurar y a crecer como persona y como ser humano. Ellacuría siempre buscó nuevas rutas para El Salvador. Siempre creyó que un país distinto y mejor era posible, incluso cuando la guerra asolaba a las comunidades de Chalatenango, Morazán, San Vicente y Guazapa. Pese a lo que significó para mí su asesinato, suscribí esa misma creencia durante las dos décadas siguientes.
Sin embargo, he visto cómo se han ido abortando las oportunidades para cambiar de rumbo y situar al país en una trayectoria mucho más beneficiosa para su gente. Definitivamente, El Salvador podría ser mejor, mucho mejor, de lo que es. No creo vivir en el mejor de los mundos posibles, por más que haya quienes insistan en que aquí se vive en el paraíso. Miro a mi alrededor y lo que encuentro es deterioro moral y material. Eso no es lo peor: lo peor es que no veo opciones posibles, sino una ruta ya transitada hasta el cansancio. Quizás me equivoco y sí hay opciones; quizás sí hay caminos distintos y mejores que los que nos trajeron hasta (y nos mantienen) acá. Quizás de lo que se trata es de avizorar esos caminos, de explorarlos con la inteligencia y la razón crítica.
Soy un pesimista. Al serlo, traiciono algo que me enseñó Ellacuría: a tener esperanza contra toda esperanza. A menudo me pregunto qué diría él de El Salvador actual o qué diría de la su querida UCA. Francamente no lo sé. Pero me lo imagino mirando con fina ironía a quienes, además no reparar en el desastre que están creando, piensan que tienen el control de todo lo que les rodea, y diciéndose y diciéndome: “Luis Armando, la grandeza que estos presumen es sólo vana ilusión”.
San Salvador, 14 de noviembre de 2022
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